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No le puedo atender en este momento

He tomado una decisión drástica: voy a fingir desvarío cuando contesto al teléfono a llamadas de desconocidos. Se acabó, viva la barbarie, abajo la civilización. Entiendo perfectamente que cada cual ha de ganarse la vida como puede, pero van de culo conmigo quienes aspiran a venderme algo, ofertarme ofertas, apuntarme a no sé qué asociación o informarme de rebajas irresistibles usando la línea telefónica. Me harté.

Dirán ustedes que con no descolgar se soluciona la cosa, pero uno ya tiene una edad y ha de estar atento a los recordatorios de citas médicas, a los pagos de recibos que uno olvida por inconsciencia culpable, a un sinfín de timbrazos de números ignotos. A hora muy temprana, durante el pincho del ángelus, a mitad de la siesta, en medio de la comida, en el reposo de la tarde tardía, al caer la noche suelo sumergirme en el siguiente diálogo absurdo: "¿Francisco García Pérez?", pregunta una voz tan cantarina como mal entonada. "¿Quién es?", respondo, por entender que es el llamante quien debe identificarse ante el llamado. "Quería hablar con el señor Francisco García Pérez". persiste contumaz el trino desafinado. "Perdone, pero no puedo atenderle en este momento", contesto rindiéndome aunque con deseo educado de acabar la besuguez de charla. "¿Y cuándo puedo llamarle?", aprieta la voz. "No lo sé, otro día. Como le digo, no puedo atenderle en este momento, gracias", trato de concluir. "Es solo un minuto. Es para ofrecerle?". "Escuche un instante, por favor: no puedo atenderle en este momento, voy a colgar, lo siento", deletreo casi por ver si rompo el reguilete autista ajeno. "Bueno, tampoco es para ponerse así, hay que tener más educación", me replica y reconviene, ya airado, mi interlocutor. Y hace clic ante mi completa perplejidad.

No se identifica. Invade mi privacidad sin consultar si es buen momento, pues puedo estar adormilado, trabajando, haciendo el amor, reflexionando en el retrete sobre los enigmas de la metafísica, embuchándome una dorada al horno, saliendo de la ducha o de una riña acalorada, deprimido o a punto de saber quién es el asesino en mi serie preferida (ya sé que la privacidad ha muerto, asesinada por los Grandes Hermanos de las redes sociales y de las entidades bancarias y del Poder en general (pleonasmo), pero en mi mundo trato de mandar yo, caramba).

Declaro mi estado con una frase de fácil comprensión hasta para quienes sufrieron fracaso escolar: un adverbio de negación ("no"), un pronombre que apela al emisor ("le", o "la" o "lo"), una perífrasis cortés ("puedo atender"), y un sintagma, o como se diga ahora, que la remata ("su llamada"). Pero da igual: la invasión dura y dura y dura por más que repita afable un servidor su negativa a satisfacer la demanda.

Pasé una tarde ya lejana en Madrid, en la casa del grandísimo Fernando Fernán Gómez, de amigable charleta. Como habíamos quedado para cenar con su hija, salimos a avivar nuestro estado de ánimo en dirección al Óliver, trayecto que no habría de llevarnos más de diez minutos a pie. Tardamos tres cuartos de hora, interrumpidos por viandantes que solicitaban autógrafos al genial pelirrojo o que daban la brasa. Y eso que de aquella no había selfies.

Va en el sueldo del famoso lo sé y Fernando lo sabía atender al público. Pero no crean: tampoco me extrañó cuando perdió los nervios aquella malhadada vez y gritó a un pesado el "¡A la mierda!" con que pasó a la historia. Pero en mi sueldo no va dar palique y prestar tiempo y atención a quien a mi teléfono interrumpe sin darse a conocer y preguntando.

A quien insiste e insiste prestando oídos de mercader a mi suave rechazo. A quien acabará por llamarme maleducado. Así pues, ante el "¿Francisco García Pérez?" de marras he decidido desconcertar y responder con voz grave y misteriosa: "No se puede poner, está esquilando lagartos". O bien: "Está duchando los peces de la pecera". Y colgar y seguir a lo mío. Amén.

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