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Columnata abierta

La España rota no era una interpretación

Aveces los políticos se equivocan y dicen la verdad. Se despistan un segundo y se les entiende todo. No es algo que suceda a menudo. La mayoría son profesionales del asunto, perfectamente instruidos en el arte del circunloquio y marear la perdiz. Son consumados especialistas en nadar, guardar la ropa, y al mismo tiempo expulsar cantidades ingentes de tinta de calamar allí por donde pasan. Por eso hay que estar atentos a esas situaciones, tan infrecuentes, en que una simple frase los desnuda ante nuestros ojos. Tras el akelarre de Ferraz, el diputado de ERC, Joan Tardá, declaró sonriente que "los barones del PSOE se han visto obligados a elegir entre una España azul y una España rota, y han elegido la primera". El espectáculo socialista de insultos y navajazos resultó tan deslumbrante que nos ha mantenido cegados durante días. Solo así se explica que la opinión de Tardá haya pasado tan desapercibida, y no haya recibido la atención que se merece.

Los que veníamos alertando desde hace meses del fin último del plan de Sánchez, y de sus consecuencias sobre el actual modelo de Estado, lo más suave que hemos escuchado han sido advertencias sobre nuestra tendencia al melodrama, a la exageración sobre unos pactos que jamás podrían llegar tan lejos. A Tardá le ha debido traicionar el subconsciente y ha terminado por pronunciar la misma expresión que empleaba el gran maligno, José María Aznar: una España rota. Ahora querría extenderme sobre la coherencia de Sánchez al saltarse el mandato de su Comité Federal de no pactar con el independentismo, sobre su gritos histéricos en los mítines afirmando que jamás pactaría con el populismo, pero esa columna ya la dejó escrita Ramón Aguiló en esta misma página el pasado viernes, magistral, y yo no la podría mejorar. Lo importante aquí es reconocer por fin a dónde conducía la locura política de un hombre cegado por el poder. La España rota deja de ser un slogan de la ultraderecha, una visión jacobina del problema territorial, o una interpretación mesetaria y desmesurada de los acontecimientos, para convertirse en el reconocimiento explícito por una de las partes contratantes. Sin ambages ni evasivas. A pelo. Te hacemos presidente a cambio de romper España. Sin embargo, en términos de la nueva política los golpistas son los otros, los que hicieron dimitir a Pedro antes de que pudiera consumar su traición al país y a su partido.

Si algo hay que reconocer a Sánchez es su maestría para construirse un sarcófago político hermético, sin la mínima fisura o espacio por el que salir, ni siquiera respirar. Una obra perfecta para presentarse ante sus fieles como una víctima ejecutada por los poderosos sólo por defender sus ideas con valentía. Pero precisamente esta parte final del relato constituye su mayor falacia, la más grande de todas sus patrañas defendidas contra viento y marea hasta su último suspiro como secretario general del PSOE. La obra política perfecta ni existe ni puede existir, porque política y perfección son términos antitéticos. Por si fuera poco, el intento de pucherazo con la urna escondida entre bambalinas ensucia ante sus seguidores la belleza de su martirio, tan buscada por sus asesores para permitir una resurrección posterior.

Con tanta sangre desparramada por los suelos de Ferraz, a primera vista pudiera parecer que el aparato ha apiolado a Sánchez y su guardia de corps. Pero en realidad es Sánchez el que ha infligido una doble derrota al PSOE, y no me refiero a los pésimos resultados electorales cuando ha sido candidato. El primer fracaso es asumir sin matices un discurso asambleario que apela a la militancia como única depositaria de la fe verdadera, frente a las estructuras orgánicas del partido que simbolizan la corrupción, el sometimiento al poder y la desconexión con el pueblo. El planteamiento es tan demencial que se lo salta hasta Podemos, pero Iglesias es más listo y disimula mejor. De nuevo la contradicción entre política y perfección, siempre resuelta por la inteligencia a favor del pragmatismo como única vía para alcanzar objetivos políticos razonables. Y en democracia, la mayor o menor procedencia de esos objetivos la establecen los resultados electorales. Aquí Sánchez siempre ha tenido un problema.

El segundo gran destrozo que Sánchez ha provocado al PSOE es situar a un partido con vocación mayoritaria, y por tanto en situación de buscar y alcanzar grandes consensos sociales, en la dialéctica de un enemigo exterior responsable de todos los males. Ese relato sólo funciona en el ámbito nacionalista, pero apoyado en unos argumentos y unas estrategias que en ningún caso son posibles a la hora de vertebrar un discurso homogéneo en toda España. La satanización constante del PP al margen de la opinión de los votantes, los propios y los ajenos, puede provocar orgasmos mitineros como el de Miquel Iceta, pero no permite construir un proyecto transversal de país, inclusivo, integrador, capaz de pinchar la bolsa de votos en la que hoy se sitúa un setenta por ciento del electorado. Este el agujero en que ha metido Sánchez a su partido, y del que le va a costar salir para alegría de Pablo Iglesias, su amable enterrador.

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