Diario de Mallorca

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"Qué bochorno, papi"

Imagino que a muchos de ustedes les sonará la frase. La decía un dibujo animado de aquellos clásicos de la Warner Bros, el hijo del gato Silvestre, casi siempre al final de la historia, cuando su padre remataba el ridículo más espantoso después de haber intentado uno de sus maquiavélicos ardides. Entonces Silvestre junior, de corta edad pero sensato y sensible, entonaba la frase de marras al tiempo que se cubría la cabeza con una bolsa de papel, intentando borrarse de la escena. Estos pasados días buena parte de la población española hubiera dado algo por ponerse una bolsa de papel en la cabeza? o por ponérsela, junto con una mordaza, a algunos de nuestros políticos. En realidad, desde hace casi diez meses se habría agradecido un reparto general de bolsas de papel por parte de las instituciones, ya que el típico anhelo de que se lo trague a uno la tierra o de que se trague a otros se demuestra físicamente imposible. Cuando creíamos estar curados de espanto, el festival de la semana pasada rebasó todas las marcas conocidas y destapó un tarro, no sé si de esencias, hasta ahora inédito?, todo ello entre ecos de barones y baronesas, declaraciones de jarrones chinos, indirectas nada sutiles y sugerencias en absoluto veladas, con algún cencerrazo sin medias tintas para acabar de adornar el plato.

Las situaciones de tensión, si se prolongan demasiado, sacan a la luz lo más profundo de nosotros. De todos menos de quien, en la más pura línea del árabe clásico, ya tiene como lema de acción sentarse a la puerta de su casa para ver pasar el cadáver de su enemigo. El resto de los mortales, menos olímpico y quitinoso, acusa el paso de los días (y semanas, y meses) que lleva metido en la rueda del hámster, y siempre termina perdiendo algo. Los nervios, el oremus o los papeles, según temperamentos. En el presente bucle político hispano, una vez más, la izquierda nos ha mostrado su veta lemming, siempre latente, que de vez en cuando la impulsa en masa hasta el acantilado y más allá. Aquí los partidos de derecha funcionan como una empresa: escalafón, jerarquía, ganancias al final del ejercicio y prietas las filas. El perfecto banco de peces. Si hay oleaje, la marinería se agarra fuerte y aguanta en silencio. Al final, el disidente se harta de clamar en el desierto y su voz se apaga, aburrida, o bien se le excreta y a otra cosa. La campana de vacío siempre es el mejor remedio para que no se propaguen conceptos indeseados. La izquierda, en cambio, bulle de opiniones, facetas, planes. Es un hervidero de vitalidad oratoria, un plantel de proyectos, un superávit de ideas que desborda la cazuela y termina apagando el fuego. Porque, por desgracia, junto a todo ello también tiene una pulsión nihilista que la lleva a querer hundir su propio barco cuando el mar se agita.

Mientras nos rodean los juicios anticorrupción (Gürtel, tarjetas black) y continúa el sopor en el Congreso, el PSOE se entrega a un seppuku colectivo. Por lo visto, la solución para esto es coser lo rasgado. Veremos cómo se le da el zurcido de tripas.

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