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Daniel Capó

Las figuras ejemplares

Desde hace unos meses, a mi hijo pequeño le gusta jugar al fútbol. Lo veo correr tras una bola de papel apretujada y mustia en el patio de infantil, como quien persigue una quimera. Son cuatro o cinco los niños de clase que comparten esta pasión y que imaginan universos paralelos, repletos de nombres míticos, penaltis fallados y goles legendarios. Al llegar a casa, coge su álbum de cromos y empieza a enumerar los títulos de cada equipo clasificándolos de la forma más heterogénea. "¿Vale igual una Liga que una Champions?", me pregunta. "¿Quién participa en la Copa del Rey?". Hay preguntas que sé responder y otras que no, porque como ya he escrito en alguna que otra ocasión es en la infancia cuando se vive un tiempo mítico. No sabría citar completa la alineación titular del actual Real Mallorca y, en cambio, recuerdo el rostro, el juego y los nombres del Torito Zuviría, de Rolando Barrera, del cancerbero Tirapu, de los rematadores Kustudic y Gerry Armstrong, y del fino central Paco Bonet. Era el Mallorca gabacho de Lucien Müller y Marcel Domingo: ni de lejos el mejor, pero sí el que moldeó mi imaginación deportiva.

Sin embargo, ahora, al ver jugar a mi hijo, compruebo algo que nos enseñaron los clásicos: nos educamos mediante la imitación y la imaginación. Son dos capacidades paralelas que, a su vez, exigen una cierta dosis de soledad y de aburrimiento. Imitamos aquello que deseamos ser: un deportista de elite, un escritor o sencillamente nuestro padre. Imitamos unos valores la valentía, la serenidad, el tesón?, pero sobre todo unas actitudes, e incluso un estilo. Y, al mismo tiempo, fantaseamos con mundos de posibilidades, espacios abiertos donde el mimetismo nos guía al igual que un faro en la oscuridad. En ese espacio de libertad íntima, que cada niño atesora, se pone en juego el misterio de la vida adulta, que no ya es un lugar neutro o inocente sino peligroso e inquietante, azotado por los embates de la fortuna y la vulnerabilidad. Eso el niño todavía no lo sabe, aunque quizás lo intuya. Pero, gracias al juego, muy pronto descubre que en la vida unas veces se gana y otras se pierde. Y que eso no sólo sucede en la imaginación.

Los pedagogos suelen hablar de la importancia del juego en el aprendizaje de la vida: un hecho que se constata incluso entre los animales. A principios del siglo XX, por ejemplo, el pedagogo ruso Lev Vygotski escribió páginas brillantes al respecto. En sus estudios, comprobó que aquellos niños que reproducían roles adultos eran capaces de controlar mejor sus impulsos. Es algo no podemos pasar por alto, sobre todo si pensamos en la enorme dificultad que, para muchos alumnos de hoy, supone mantener la concentración o sencillamente permanecer atentos durante el horario escolar.

Pero, además, hay otra derivada de la imitación que resulta interesante y es su valor ejemplar. Intentamos parecernos a las personas a las que admiramos, lo cual a su vez ayuda a la sociedad a construir un rostro cívico. Tras el desprestigio de estos últimos años, cabe preguntarse dónde reside la ejemplaridad social, al menos en su faceta política, y resulta difícil encontrarla. Esa mediocridad, corrupta a menudo, de la clase política lastima nuestra imaginación como pueblo, que termina movilizándose sólo por el cinismo o por la exaltación sentimental. Si Walter Benjamin constató que la modernidad es pobre en historias memorables, se diría que nuestro tiempo también es pobre en personalidades a las que imitar. Y me temo que, en ambos casos, algo hemos salido perdiendo.

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