Ernst Lubitsch siempre ha sido considerado como un (el) genio de la alta comedia: incisivo, de fina mordacidad, descriptivo, pero sobre todo inteligentemente satírico, hasta el punto de que en su época como director de cine se acuño el término "el toque Lubitsch" para descifrar, para describir el especial talento del berlinés para mostrar situaciones cuasi trágicas de sus personajes de forma sumamente risible para los "contemplantes".

Mucho se ha tratado de explicar ese especial toque Lubitsch, quizá el intento más adecuado a estas líneas sea la tesis del crítico William Paul, cuando dijo que este especial elemento consistía en la conjunción de levedad y seriedad, de alegría y gravedad, en definitiva de los serio y de lo risible. Ese especial contemplación de los que nos rodea está ahora entre nosotros. Tal parece que hayamos conseguido en nuestro más alto templo de la democracia también ese especial toque Lubitsch, esa misma combinación de tragedia y de comedia, de seriedad y de ridículo, de palabrería, sin sentido en origen o en percepción, en la mayor parte de los casos simplemente inútil, cuando no huera de sentido. Una primera diferencia es que con el bueno de Ernst la cámara contempla y plasma ese toque, para solaz de los espectadores, y nosotros hemos conseguido contener el toque Lubitsch en la cámara para sonrojo de los ciudadanos.

El toque Lubitsch se ha enseñoreado de nuestro mundo político. La comedia, por no calificarla de tragicómico melodrama, que se está desarrollando dentro y fuera del Congreso de los Diputados, daría para más de dos y más de tres películas lubitschianas. Todos aquí representan su papel de grandes patriotas, cual el barón Zeta, personaje de la obra de Lehar La viuda alegre, embajador en París, curiosamente, del imaginario país de Pontevedro, también llevada a la pantalla por el mismo Lubitsch. Todos echan la culpa de la situación al otro, siempre es el otro, pero ninguno parece querer anteponer su propia persona a aquel tan perorado deber patriótico. Se acusan los unos a los otros de la misma carencia que abunda en todos ellos, dulce y decoroso es morir por la patria, decían los antiguos romanos, otra cosa es dimitir por ella, dicen ahora algunos de nuestros prebostes. La comedia es estupenda, lo malo es que no se representa de forma que podamos disfrutarla como tal sino que, cual culebrón venezolano, no viene dada a través de frases sueltas de unos y de otros.

Me centraré en los cuatro actores principales de la obra: el primero dice, cual nuevo rey sol (el Estado soy yo), que es él o el caos y que los demás deben doblegarse a sus deseos, siempre por el bien de la patria, el segundo dice que con el primero no se hace amigo con el primero y que no le mola su gramola, el tercero dice que él es el único representante de la limpieza toda y el cuarto representa su rol de amable componedor, urgiendo al primero y al segundo que se hablen y dialoguen en búsqueda de una solución al enredo, al tiempo que pronuncia su negativa, otros dirían veto, para con el tercero porqué no piensan igual, que es precisamente lo que pasa entre los otros dos actores a quienes este último personaje urge al mutuo y necesario acuerdo, y luego están los comparsas que van recorriendo el escenario diciendo "yo participo en esta Kermes pero solo si luego me dejan que me cargue el escenario". No me digan ustedes que no es una trama perfecta para conformar una comedia de las del genio berlinés.

Y de tal modo pasan los días y las semanas metidos en esta gran comedia de enredo, en la cual los que padecen las tragicómicas peripecias de la misma no son, al contrario de las películas de Lubitsch, los actores de la obra, sino que son los sufridos espectadores quienes anonadadamente contemplan como a los que no son otra cosa que empleados públicos, que cobran su salario gracias a la ciudadanía toda, hacen de su capa un sayo y se permiten reírse al tiempo de su obligación y de los propios votantes, y además nos quieren hacer creer que nos fastidian por nuestro bien. ¿No les parece gracioso? La única diferencia con el maestro Lubitsch y nuestra clase política, es que aquel nos divertía y ésta nos avergüenza y pone de los nervios, y todo ello seguido de esa desagradable sensación de que encima se cachondean de todos nosotros.

Otro grande la comedia en el cine, el polaco por nacimiento pero vienés por devoción Willy Wilder, describía, no, corrijo, ilustraba el toque Lubitsch con una escena de un film del maestro (El teniente sonriente, 1931) en la que se tiene que hacer llegar al espectador el hecho del descubrimiento, por parte del rey, de que su esposa, la reina, tiene un affair con un teniente, y lo hace de la siguiente manera: el marido engañado, de redondez perceptible, vuelve a la habitación conyugal en búsqueda de su espada, y al salir de la alcoba, intentado ajustarse el cinturón de la espada, que resultaba ser la del escondido amante, de mejor estructura física que el engañado marido, no consigue su propósito de ajustarse la espada a su cintura por el cinturón no le da para su cintura

Ese es el toque Lubitsch: no vemos lo que pasa en el dormitorio pero podemos observar sus consecuencias. A nuestra soberanía popular, esto es al engañado parlamento, es decir al pueblo, le pasa lo mismo, intenta ponerse el cinturón de una salida política que no consiguen ajustarse solo por dos razones, la primera la propia orondez (busquen ustedes las dos acepciones que de esta palabra contiene el diccionario de la RAE) moral de algunos y la segunda ese especial amor que tienen nuestros políticos por vivir entre el esperpento, la mentira y el constante ridículo.

Decía Ersnt Lubitsch que por lo menos dos veces al día, el más digno de los seres humanos hace el ridículo. Nuestros políticos hacen palidecer aquella afirmación del experto comediante. Lubitsch nos hacía sonreír y estos nos empujan al llanto cuando no a la rabia. Infortunadamente, Lubitsch ya no está entre nosotros, si fuera así, su persona sería muy recomendable para ser propuesta para la investidura como presidente de este país. No sería peor político-gobernante que los que tenemos ahora y sería nuestra patria un lugar infinitamente más sofisticadamente divertido para vivir.

* Abogado