Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

Pepe Cilimingras

Hay un tiempo en que los amigos más cercanos te enseñan a vivir y luego existe un tiempo en que estos mismos amigos, a veces, te enseñan a morir. Entonces la vida se detiene y ellos la abandonan y siempre has de recordar la manera en que se despidieron, tanto de ella como de ti. Mi amigo miró a la muerte de cara; lo había hecho siempre. Y cuando supo que estaba enfermo se enfrentó a ella con sable. Hace de eso más de tres años; hasta hace dos meses, la muerte no ha podido más que saquearle por dentro. Mientras tanto, él la ha mantenido a raya subiendo a la montaña todas las mañanas -con quimio o con radio encima, no importaba-, viajando, cuidando de los suyos, dándonos de comer y de cenar -cocinaba maravillosamente- cada dos por tres. Han sido casi cuatro años que ha compartido con nosotros la conciencia de lo que estaba ocurriendo, sin dar apenas muestras -salvo alguna que otra confidencia y la presencia del dolor cuando ya no lo podía ocultar- de lo que estaba ocurriendo. Murió hace dos días, acompañado por su mujer, hijas, hermanos y los poquísimos amigos a los que nos dejó compartir su enfermedad desde el principio, como una parte más de su vida.

He dicho que miró a la muerte de frente; es decir, que la vivió. Lo comento porque no todo el mundo sabe hacer eso, ya no con su propia muerte -con esta no queda más remedio, aunque haya formas distintas de hacerlo- sino con la de los demás. Recuerdo cómo cuidó a su madre enferma en los meses finales. Cómo cuando esperábamos en el cementerio de Valldemossa el féretro de su hermano -procedente de Marrakesh- quiso abrirlo para comprobar que era él. Cómo me pidió visitar a mi padre en sus últimas semanas y el regalo que le hizo cuando vino a casa y aún pudieron charlar un rato. Hablo de cosas que pasaron hace años. La sangre griega -de la estirpe de Zante, de una entereza homérica, y laberíntico su pensamiento, lleno de compartimentos estancos, lúcidos y desconfiados entre sí- fue su rasgo dominante. Mediterraneidad oriental.

Pero en esa esgrima a sable hubo algo distintivo y muy curioso: se elevó sobre todos nosotros, los que sabíamos y a los que pidió que nada dijéramos de su enfermedad para mejor sobrellevarla. Ocurrió algo muy parecido a lo que le escribía Michel Ignatieff a su amigo el escritor Bruce Chatwin en los días de su enfermedad mortal: "planeaba un aire de Nunc dimittis, alegre, festivo incluso, pero difícil de soportar para quienes preferiríamos que te quedaras entre nosotros". Y eso tan difícil de soportar -mientras preparaba sus cenas griegas y hablábamos de Ratzinger, o de Patrick Leigh Fermor, o de Madeleine Albrigth- él nos lo ofrecía como un anclaje que los demás sabíamos que íbamos a perder. "Algo se ha apoderado de ti -le escribe Ignatieff a Chatwin-, algo te domina, una fiebre, una conversión, no sé cómo llamarlo, que te impone su ritmo y te obliga a acelerar". Y en ese algo se alejaba de todos nosotros y que así fuéramos aprendiendo para cuando se alejara definitivamente. En sus últimos días volví a comprender en toda su plenitud el verso de Pavese: 'Vendrá la muerte y tendrá tus ojos'. Es lo primero que se lleva, la muy cabrona.

Pero a esta, ni agua. Ya se ha llevado demasiadas cosas y aquí estoy celebrando una vida. La Velo-Sólex de su adolescencia. Las partidas de truc en Can Biel y los relatos de Toni de Sa Vinya bajo el tilo. Bailar Roxy Music y Radio Futura en Es Mollet de Sa Marina al caer la tarde, en los ochenta. Ser testigo de su boda y él de la mía. Sus pañuelos en el bolsillo de la americana, que nadie ha sabido llevar como él. Las conversaciones por el Camí de Sa Potada. La subida al Teix. Nuestros baños solitarios en Na Vermella. La adoración que sentía por su mujer. Sembrando un ullastre a las dos de la tarde de principios de agosto, como quien se fuma un cigarrillo. Sus retratos al vitriolo, tan exactos. Tantas nocheviejas juntos. Sus certeros avisos sobre otros. El ciprés de casa que lleva su nombre porque fue él quien lo trajo. Todo lo que conocimos sentados frente al lledoner, apoyados en los muros de Son Moragues durante estos años que son una vida. Su malhumor y su sonrisa fija, como congelada, y la pasión que ponía en las cosas cuando consideraba que la razón estaba de su parte. El paisaje montañoso de Valldemossa como su espejo. Sus rasgos de personaje de Elia Kazan. Su refugio d'Es Pouet. Las risas infinitas, los largos abrazos, la complicidad en silencio y el feliz estallido después. La alegría compartida, la compañía, lo no dicho. Pero sobre todo, he de repetirlo, la alegría compartida, que fue mucha y atravesó también -como quien los vertebra- tantos años.

Grecia, su lengua antigua y Zante como casa primigenia, fueron el reencuentro con sus orígenes en la vida adulta. Con ellos disfrutó de la plenitud y fue: ahí estaban el espíritu de su padre y el de su abuelo, recuperados. En abril pasado, entré en la iglesia greco-ortodoxa de París, muy cerca del Palais Tokio, pensando en él. Una mujer baja y robusta, con un perrillo entre las piernas, barría el atrio de la iglesia. Los cánticos solemnes y graves del rito oriental llenaban el espacio con una densidad diferente. Alrededor del templo -sin salir del edificio- había una cocina y una sala acristalada, y al fondo un patio con plantas, una fuente y una pequeña casa con marquesina, que hubiera podido estar en la zona vieja del barrio ateniense de Plaka. Cogí una candela hecha de cera y miel, y la hundí en la bandeja llena de arena. Era la primera candela del día en el templo vacío, mientras el pope llevaba los libros sagrados hasta el atril, mirando de reojo. La encendí con unas cerillas que me dio la mujer del perrillo (nunca había visto un perro en el interior de una iglesia). Pensé en mi amigo y en Bruce Chatwin, que también sintió la vieja fascinación griega. Y durante unos segundos vi a Pepe mirando el mar de Zante, lejos de todos y al mismo tiempo cerca. Así es como lo veo desde hace dos días. En Zante o Záckynthos, tan lejos y tan cerca de nosotros. En fin, esperándonos.

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