El "antropoceno" se está consolidando como denominación de una nueva era de la Tierra. Estudia las transformaciones directa y globalmente originadas por la acción humana, pero no tiene la dimensión simbólica de otras eras, como las de la Piedra o del Metal, evolutivas a partir de las conquistas de la inteligencia. Por el contrario, la de ahora es involutiva y contiene la premonición del final de la Tierra como asentamiento de nuestra especie, exclusiva en el universo mientras no se demuestre lo contrario. Nada es descartable en la infinitud de la materia cósmica, cuando las sondas cientìficas ya contabilizan mil millones de estrellas en la Vía Láctea, que solo es una entre incontables galaxias de magnitud igual o mayor. Pero la criatura humana es, por ahora, única como fruto de un proceso biológico iniciado en el agua conjetural pero no verificada en otros planetas y desarrollado en una atmósfera no menos inédita más allá de ella misma.

Que se sepa, la Tierra no está amenazada por cataclismos geológicos previsibles, ni por colisiones planetarias ni grandes glaciaciones, sino por sus inquilinos, responsables de la degradación del suelo y los mares, el envenenamiento del aire y un cambio climático que puede ser fatídico para los dones naturales. Los fósiles que nos hablaban de las eras protohistóricas ya son "tecnofósiles", residuos brutos e irreductibles de la actividad productiva en la que crecen y se multiplican siete mil millones de personas.

Las medidas previsoras de lo aparentemente irremediabe no pasan de insignificantes. El Antropoceno puede ser el final de nuestra historia si no cambian radicalmente los paradigmas de la vida humana. Sería evolutivamente positivo en el correr de los siglos si las "cumbres del clima" y demás concilios deliberantes corrigieran implacablemente los modelos de crecimiento suicida, las emisiones tóxicas, los intereses insolidarios de los sistemas de explotación y el delito de lesa humanidad que son y serán los residuos que no se neutralizan. El mínimo desarrollo de las energías renovables ya es el síntoma más perverso de indiferencia por el futuro de todos. Las leyes y los tribunales están tardando en contemplar esos síntomas como crímenes globales.