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Eduardo Jordà

Meth

"En aquella casa de allí fabrican metanfetaminas. Y al otro lado de la colina, por allí detrás, hay otra granja donde también hay un laboratorio clandestino...

"En aquella casa de allí fabrican metanfetaminas. Y al otro lado de la colina, por allí detrás, hay otra granja donde también hay un laboratorio clandestino. Y creo que hay varios más por aquí".

Quien hablaba era un abogado que tenía buenos contactos con la policía y conocía casi todo lo que pasaba en su pequeña ciudad. Estábamos en los alrededores de Carlisle, en el centro de Pensilvania, en una tarde de otoño, y el abogado me estaba enseñando los lugares donde tenía sospechas fundadas de que había laboratorios clandestinos. Días antes, en su casa, frente al fuego, yo le había hablado de un cuento que escribí sobre un profesor de instituto que se ponía a fabricar metanfetaminas. Saqué el tema porque algunos alumnos me habían hablado de varios lugares de la ciudad un bar, una casa de las afueras donde vendían éxtasis a los estudiantes, sobre todo una nueva variedad en cápsulas que llamaban molly y que tenía efectos demoledores. Uno de los vendedores de molly, según me había contado uno de mis alumnos, era un antiguo Navy Seal las fuerzas especiales de la Marina que se había instalado en la ciudad dispuesto a hacer buenos negocios con sus 2.500 estudiantes universitarios. Los laboratorios de aquellas granjas, por lo visto, se encargaban de fabricar el material.

Las casas eran granjas aisladas en medio del campo, de difícil acceso, a las que sólo se podía llegar por caminos sin asfaltar. Una de las granjas estaba en un lugar muy hermoso, en un pequeño valle donde había una plantación de soja. Recuerdo que había un espantapájaros colgado de un árbol, como si fuera un ahorcado, y que se oía el toc-toc-toc de un pájaro carpintero. Pero el lugar tenía un aura siniestra: no se veía nadie por ningún sitio, tampoco se veían coches, y aquel silencio, sólo interrumpido por los golpes del pájaro carpintero, no indicaba nada bueno, sino que alguien te estaba vigilando y quería que te marchases enseguida de allí. Yo me puse nervioso y el abogado lo notó. "Es mejor que nos vayamos", dijo. Cuando nos íbamos, oímos un ruido raro en el campo de soja. Era una marmota que se había metido en la madriguera. "A las marmotas les encanta la soja me dijo el abogado, igual que a tus estudiantes les gustan las anfetas".

Meth es el nombre que dan a las metanfetaminas en América. En el periódico local el Sentinel salía cada semana la lista de detenidos por haber participado en un robo o una reyerta. Muchos de ellos eran meth addicts. En las fotos se les veía increíblemente envejecidos, como si tuvieran treinta o cuarenta años más, y con la cara llena de granos y ronchas que se habían producido ellos mismos (los adictos a las anfetas se pellizcan continuamente la piel de la cara). Pero lo peor de todo era su expresión de desesperado estupor, como si acabaran de salir vivos de un incendio que había destruido todo lo que tenían. Aun así, mis alumnos seguían comprando meth porque les permitía montar juergas que duraban varios días seguidos.

Cuando escribí la historia del profesor que fabricaba éxtasis en una nave de un polígono, aún no se había estrenado Breaking Bad y poca gente hablaba del asunto en España. Pero a mí me intrigaba la idea de que alguien no un mafioso ni un delincuente, sino uno cualquiera de nosotros se dedicase a una actividad tan aparentemente fácil y tan lucrativa. Sobre todo, me interesaba explorar el trasfondo moral que hay detrás de un hecho así. ¿Qué impulsa a alguien a hacer eso? ¿El deseo de ganar dinero? ¿Eso sólo, o también la turbia satisfacción de saber que uno está metiéndose en territorio prohibido? Todo eso me interesaba, porque hablamos mucho de la corrupción, pero siempre la imaginamos en personas y en situaciones muy alejadas de nosotros, como si fuésemos por completo inmunes y nunca pudiera llegar a alcanzarnos. Pero las cosas no son tan sencillas. El tipo que inventé para el relato era un personaje detestable, pero hice todo lo posible para que se pareciera a uno cualquiera de nosotros y se engañara con las mismas excusas con que podríamos habernos engañado todos nosotros. Y en esto pensaba el otro día, cuando leí la noticia de la detención en Palma de un técnico de laboratorio que había montado un laboratorio clandestino. Igual que mi personaje, que usaba su condición de profesor de química para ocultar su actividad, este técnico se hacía pasar por profesor de la UIB. En el fondo, imagino, no era muy distinto de ninguno de nosotros.

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