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Antonio Papell

Cataluña: el Estado no es inocente

En la reivindicación soberanista de Cataluña, de la que este domingo tuvimos en último y ostentoso episodio, hay un innegable desquiciamiento, como sucede siempre que se plantean cuestiones viscerales que tienen que ver más con la pasión identitaria que con la política. La reivindicación del 'derecho a decidir', tan bien sonante, encierra trampas para elefantes, y nadie se ocupa de enfatizar la desgarradora ruptura que produciría una 'desconexión' cuyos partidarios son apenas la mitad escasa de los catalanes?

La pugnaz agresividad de los rupturistas, dispuestos incluso a pactar con la CUP -una fuerza antisistema- la ruptura explícita de la legalidad democrática vigente, dificulta extraordinariamente el abordaje del conflicto por la vía del diálogo y la negociación. Además, el descubrimiento de que la Generalitat fue durante muchos años una verdadera cueva de ladrones, que sirvió para el enriquecimiento ad nauseam de la familia Pujol y algunos colaboradores, ha agravado la confrontación entre Barcelona y Madrid y ha dificultado cualquier relación. Finalmente, la marrullería -la incalificable conspiración del ministro del Interior, Fernández Díaz, y el jefe de la Oficina Antifraude De Alfonso- se ha incrustado en el diferendo, y hoy no hay siquiera canales de comunicación institucional entre ambas partes. Si a esta situación se añade el desgobierno en España que ya dura desde diciembre, se verá con horror cómo nos estamos encaminando a un choque de trenes que ni siquiera cabe imaginar.

Para actuar sobre este delirio y devolver el conflicto a los parajes de la racionalidad, conviene recordar que en la génesis del problema hay un garrafal error procesal del Estado español, que, tras la formación del tripartito en 2003, fue incapaz de gestionar adecuadamente la reforma del modelo institucional, del Estatuto de Autonomía de Cataluña, provocando el primer estallido, cuyos ecos resuenan todavía hoy. En efecto, un amplio consenso catalán consiguió impulsar la reforma estatutaria -plasmada en la ley orgánica 6/2006 de 19 de julio-, que venía avalada por el acuerdo de la cámara catalana, por la dura y fructífera negociación entre la Generalitat y el Gobierno central así como la que tuvo lugar entre Rodríguez Zapatero y el entonces líder de la oposición en Cataluña Artur Mas, y, por supuesto, por la aprobación de las Cortes españolas tras un 'pulido' del texto que provocó la salida de ERC del consenso estatutario. Como último hito de aquel alumbramiento, el nuevo Estatuto fue sancionado por los propios catalanes mediante referéndum el 18 de junio de 2006, que registró una baja participación -el 48,85%-, y un porcentaje de síes del 73,90%.

Pues bien: aquel estatuto fue recurrido por el Partido Popular -114 de los 223 artículos fueron cuestionados- ante el Tribunal Constitucional, que, cuatro años después, en junio de 2010 declaró inconstitucionales, por seis votos contra cuatro, 14 artículos y sujetos a la interpretación del tribunal otros 27. Además el tribunal estimó que "carecen de eficacia jurídica" las referencias que se hacen en el preámbulo del Estatuto a Cataluña como nación y a la realidad nacional de Cataluña.

El Tribunal Constitucional enmendaba, en fin, no tanto la obra legislativa de las instituciones cuanto la voluntad popular explícita de los catalanes expresada en las urnas. La Constitución no había previsto aquel dislate jurídico y político, que no fue digerido por la sociedad catalana, una parte de la cual se sintió burlada y decidió romper con una legalidad tan absurda. Hoy no es tanto momento de distribuir responsabilidades en aquel desastre cuanto de restañar heridas? mediante la negociación y el pacto nuevamente. La terapia no será simple y es probable que no rinda efectos sin una reforma constitucional. Pero el dilema es simple: o se emprende esta vía de rectificación y cordura, o Cataluña, de un modo u otro, seguirá su camino en solitario.

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