Ciertamente, la región de Picardía, en el norte de Francia, es un lugar que bien merece una visita, un recorrido, un paseo; su paisaje está formado, en su mayor parte, por campos de labranza acostados sobre suaves colinas, pespunteadas estas por no menos suaves y tranquilos riachuelos o ríos de mayor porte, fluyentes todos con igual elegancia, todo ello salpicado de ciudades tranquilas y pequeños pueblos, de los que no se puede decir demasiado que se hayan quedado dormidos en la historia porque extrañamente no parece que lleven en aquel lugar demasiado tiempo dada la modernidad de sus casas y edificios.

Tranquilidad que no parece tener adecuado maridaje con la preñada de historia europea que tuvo aquellos lugares como escenario, casi toda ligada a hechos de armas; en la región se halla la ciudad de Agincourt, donde el arco largo inglés segó de cuajo a la noble caballería franca, en 1415; no tan lejos la ciudad de Amiens, sede de la firma de una efímera paz napoleónica; más cercana a nuestro acervo popular, nos encontramos la ciudad de San Quintín, lugar en el que se armó la que se armó entre hispanos de toda suerte y los descendientes de los francos de Agincourt, el día de San Lorenzo de 1557; en fin un catalogo de hechos históricos se esparcen por aquel lugar.

Pareciera que aquel casi bucólico paisaje de ahora tuviera que haber pagado el peaje por su aparente paz, satisfaciendo el diezmo de ser periódica sede de sangrientas confrontaciones entre europeos.

Precisamente en estas fechas se cumplen cien años, lastimosa onomástica, de una de las más puntillosamente organizadas matanzas de nuestra historia moderna. Entre las corrientes fluviales que rondan aquellos parajes, se cuenta el río Somme, que para su mala fortuna da nombre a una de esos planes de batalla destinados a zanjar el asunto en poco tiempo y que se convierte en martirio de los que fueron llevados a participar en ella; planes que siempre dan como resultado la necesidad de elaborar otros planes para corregir lo que ya no tiene remedio, de más batallas, de más guerras, porque como decía Nietzsche "la guerra vuelve estúpido al vencedor y rencoroso al vencido".

El día 1 de julio, de hace un siglo, fecha del inicio de la carnicería será recordado por ser el día más sangriento del ejército británico (Albión siempre ha tenido la habilidad de convertir sus desastres en factor de exaltación de consumo propio), pues en poco más de doce horas 19.240 de aquellos que habían salido de sus parapetos, el tan descrito "to go over the top", yacían muertos y otros 35.493 resultaron heridos, muchos de ellos para ir a finalizar sus días en algunos de los cientos de hospitales de aquel lugar, otros 2.152, simplemente se esfumaron, sus restos nunca hallados; y el listado de siniestrados no fue menor en los estadillos franceses y alemanes; y la máquina de matar, siempre bien engrasada, siempre ansioso de alimento humano, siguió su tarea día tras día con indudable éxito.

Atormenta el recorrer la carretera que discurre entre Albert a Bapaume, ciudad ésta que, debía ser ocupada en el primer día, según los cálculos de los sesudos pero alejados generales, y que marcaba la dirección del avance británico, y observar que mide apenas 18 kilómetros, para que se hagan una idea algo así como la que existe entre Palma y Marratxí; sobre sus cunetas pueden verse carteles que marcan el avance de la línea y la fecha, y estos hitos de tiempo y distancia, están separadas por semanas y hasta meses; finalmente, para el 18 de noviembre de aquel año, varios cientos de miles de muertos después, Bapaume seguía sin ser ocupado por los atacantes y solo se había conseguido avanzar la línea británica apenas diez kilómetros, midiéndose el coste del centímetro avanzado en decenas, sino cientos de vidas.

Pero no es mi intención hacer un reporte histórico de lo sucedido, existen libros y obras de todo tipo que relatan, con mayor o menor acierto aquellos hechos, que detallan los avatares de los que allí estuvieron, pero ruego que me permitan relatar mi sentir y expresar que cuando el caminante dirige sus pasos hacia aquellos parajes, en un cualquier día de agosto, conociendo la historia de tales días, siente a su alrededor el vacío creado por la desaparición de toda una generación de jóvenes británicos, franceses y alemanes, sacrificados en el altar de la idiotez humana. Definía justamente Paul Valéry, poeta y escritor, y quizá por ello filosofo, casi parafraseando a su compatriota y colega del siglo XVII, Blaise Pascal, a la guerra como una masacre entre gentes que no se conocen y que se matan entre ellos, para provecho de gentes que si se conocen pero que no se masacran; ese es el común denominador de toda guerra, de cualquier conflicto cruento, sea cualquiera su porte o magnitud. Recogen la inmensidad y el dramatismo para aquellos jóvenes en su angustia, escritos y poemas de todo tipo; escritores como Sigfried Sasson, Wilfred Owen, Alan Seeger, Isaac Rosenberg, y tantos otros dejaron en sus escritos reflejadas las angustias del soldado enfrentado a lo inevitable, en poemas algunos de ellos premonitorios (Alan Seeger, estadounidense muerto en 1916 en aquel lugar de Francia, alistado a la Legión Extranjera francesa, con su poema "tengo una cita con la muerte, o Owen, víctima en 1918 del conflicto, apenas a siete días del final de aquel, con sus versos titulados Dulce et decorum est); causa todavía un cierto escalofrío el leer los versos de otro de aquellos rapsodas, William Noel Hodgson, garabateados en una libreta solo dos días antes de caer en el Somme el primer día de la batalla, en su poema Antes de la acción que finaliza "por todo los placeres que voy a perderme, ayúdame, Señor a morir".

Además de esos retazos de sentimiento postrero, la guerra solo produce destrucción, muerte y desolación, hasta el punto que tan solo los que viven después de ella pueden considerarse en escasa forma vencedores. Porque los que sobreviven no salen tampoco indemnes; las marcas que deja en ellas el conflicto son eternas, indelebles, les acompañan hasta sus últimos días y en algunos casos influyen en ellos de forma incluso creativa; los forofos del libro El señor de los anillos, deben saber que su autor, J.R.R. Tolkien quedó tan profundamente marcado por su experiencia en aquella miseria que la experiencia sufrida influyo de manera significativa en su creación, hasta el punto que en el prefacio de la segunda edición de aquella obra escribió "para 1918, todos menos uno de mis amigos estaban muertos". No tan lejos de nosotros otro de los supervivientes de aquella locura, el autor del Yo, Claudio, Robert Von Ranke Graves, con progenitores ingleses y alemanes, y oficial británico, que bien pudo quedar enterrado en los campos del Somme, donde se le dio por muerto, con su Adiós a todo eso, reflejo de todo aquel horror, que nos acompaño en nuestra Isla durante largo tiempo, donde sigue haciéndolo, sobre otra colina, en el pequeño cementerio de Deià.

Quizá por eso, por la influencia de sus lecturas y por la de tantos de tantos otros que allí sucumbieron, recorriendo aquella campiña por sus caminos y senderos, a transitando las riberas del río Ancre, entre arboles y tierras de cultivo, se estremece el caminante que sabe algo de lo ocurrido, al pensar que deposita sus pies sobre escenarios del sufrimiento humano, que anda sobre vidas y esperanzas de tantos, truncadas de raíz por la sinrazón nuestra. Aquí y allá, sobre lomas, en el interior de un bosque o al borde de una carretera, como tenaces recordatorios, te contemplan, parados en el tiempo, pequeños cementerios, de los que la región está repleta, donde se han recogido los restos hallados de todos los que finalizaron allí su existencia y tuvieron la fortuna, extraña palabra, de ser hallados; todos etiquetados pétreamente, de forma sobria y solemne; el caminante se detiene ante las largas filas de lápidas y lee sus nombres y percibe sus edades, sobre todo sus edades, 17, 18, 20 años; y le asalta la pregunta: ¿qué mano miserable, que morbo maligno puede llevar a unos casi niños a matar y morir? El caminante se queda sin respuesta.