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Entre bikinis y burkinis (en la imaginación

Aunque tal vez y a estas alturas no haría falta explicación, el burkini acrónimo de burka y bikini que sólo descubre cara, manos y pies se diseñó para el baño en la playa de las musulmanas. Un logrado nombre a mi juicio y, la prenda, origen de una polémica reveladora de que la tan traída y llevada Alianza de Civilizaciones sigue en el armario (Zapatero, más bien), lo que prueba de nuevo que Herodoto llevaba razón cuando, ya en la guerra de Troya, afirmó que Oriente y Occidente mantenían una perpetua enemistad que no ha cedido en el curso de los siglos.

Ningún país ha promulgado ley alguna sobre la cuestión. No obstante, el debate sobre la pertinencia del burkini prosigue desde que se prohibiese hace pocos años en una piscina francesa. Este verano se ha vetado en algunas playas de Córcega y en una quincena de municipios de la Costa Azul con el beneplácito del primer ministro Manuel Valls, quien afirmó "no ser compatible su uso con los valores de la República", aunque el Consejo de Estado haya suspendido la prohibición en una población hace pocas semanas. En cuanto a España, más de treinta localidades en Cataluña han seguido parecida línea y, aunque seguramente el asunto no pasará a mayores, la controversia invita a preguntarse hasta qué punto es razonable imponer las propias convicciones, sean unas u otras, o si acaso convendría mirar hacia otro lado (para los varones, más fácil frente al burkini), relativizando la importancia de las convenciones y los hábitos en los países de acogida, aunque de ello pueda derivarse una tolerancia que, llevada al límite, propicie ese "todo vale" que es propio del pensamiento débil. Esto último es lo que sin duda los musulmanes procuran evitar y, para muestra, el botón de mi experiencia.

La primera vez que visité Estambul acompañado de mi mujer, visiblemente embarazada por entonces, entramos en la Mezquita Azul y, por los gritos y amenazantes ademanes de un oriundo que se aproximó, conminándonos a salir de inmediato, llegue a pensar que terminaríamos con violencia, lo que seguramente no ocurrió por la prisa con que nos dimos a la fuga. En cuanto a Irán, las mujeres vistieron con chador (túnica y pañuelo) durante todo el viaje no recuerdo si también en la cama y, aun así, en la ciudad de Quom, como ya relaté en otra ocasión, juzgamos prudente no pasear más allá de media hora, vista la hostilidad con que nos miraban por nuestra condición de extranjeros y pese al disfraz de ellas, lo que hacía patente que esa carrera entre la educación y el desastre que apuntó en su día H. Wells, no siempre podría terminar en favor de los buenos modos. Por entonces, hace ya muchos años, asumimos sin dudarlo nuestra obligación de plegarnos a unas costumbres que distaban de las nuestras; cuestión de respeto para con unos códigos de conducta que en contrapartida y por su parte, no parecen aceptarse de igual modo y el burkini, una nadería si quieren, es sin embargo un buen disparadero para la reflexión al respecto.

Quienes defienden su uso junto a los bikinis que por aquí se estilan, basan sus alegatos en la libertad de cada quién para decidir cómo bañarse. El veto a la prenda es un atentado contra el derecho de la mujer a más de suponer un obstáculo para la plácida coexistencia entre culturas, exacerbando las tensiones toda vez que es un claro exponente de islamofobia, sin que pueda equipararse al burka (prohibido en Francia desde 2011) ya que el burkini deja la cara al descubierto. Pese a ello, tampoco cabe echar en saco roto los argumentos en sentido opuesto: el burkini no es ejemplo de libertad sino una prueba de la opresión a que se ven sometidas las mujeres bajo un credo religioso que les impide mostrar su cuerpo en público. Por lo demás, supone un signo externo de pertenencia religiosa en Estados laicos y a cuyos ciudadanos les ha costado sangre, sudor y lágrimas y no es metáfora poder finalmente establecer que las convicciones religiosas son de carácter estrictamente privado; por indemostrables y absolutamente prescindibles para la convivencia y el progreso social.

Bajo la perspectiva occidental, el respeto a la diferencia no implica ampliar la aceptación a extremos que colisionen con usos asentados. Y en el supuesto de que tal actitud pudiera ser tildada de impropia, al límite del fanatismo, lo mismo podría decirse de la contraria. En cualquier caso, renunciar al cartesianismo y optar por el más acomodaticio "donde fueres haz lo que vieres", no parece mala decisión ni la ductilidad en los comportamientos tiene por qué cuestionar una identidad siempre cimentada en una mezcla de conquistas y renuncias que asuma la utilidad de una mayor permisividad en aras a facilitar la convivencia. En esa línea, aquí con bikinis y allá con burkinis. Todas. Aquí sin velo y allá con él o, de preferirse la opción opuesta por defender "la otredad", burkinis y velos en cualquier lugar, al igual que bikinis y minifaldas; sea en la Costa Azul o el Golfo Pérsico. Pero firmado y rubricado, ¿vale? Y es que el respeto a la diferencia, de no ser bidireccional, tiene poco de respeto y mucho de totalitarismo.

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