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Antonio Papell

España sin gobierno

El precedente belga es bien conocido. Entre 2010 y 2011, el país se mantuvo durante 541 días con un gobierno en funciones batió un récord que obraba en poder de Camboya, con 353 días de provisionalidad, y aquella inestabilidad fue explotada por diversos oráculos para presagiar los peores desastres en un país muy fracturado, con un problema crónico de diversidad étnica y cultural. Sin embargo, la realidad fue mucho más risueña y la economía funcionó al mismo ritmo que las de sus vecinos, y desde luego mucho mejor que las de los países del Sur de Europa, por aquellos tiempos sumidos en una profunda y devastadora crisis.

Aquel buen resultado de un periodo anormal no fue solo fruto del azar y de la espontaneidad de las fuerzas económicas y sociales: el economista Pau De Grauwe explicó así lo ocurrido: "Fue una época difícil por la situación política, con graves diferencias entre Flandes y Valonia. Y por la situación económica, con la UE dictando austeridad a ultranza. No tener Gobierno fue algo positivo en un país en el que las estructuras del Estado siguieron funcionando: la Comisión no pudo obligar al Ejecutivo en funciones a acometer la dieta de duros ajustes y reformas que barrió Europa por aquellas fechas".

En nuestro caso, nos está sucediendo algo parecido, y esta evidencia ha sido ya observada por algunos analistas. La inexistencia de gobierno irrita a Bruselas porque, por una parte, el gobierno en funciones tiene escaso interés en controlar el déficit, y, de otra parte, la Comisión Europea no puede exigir medidas de austeridad y recorte que no podrían implementarse ni aplicarse. España crece a buen ritmo, entre otras razones, porque no ha embridado el déficit, lo que da lugar a tasas de crecimiento superiores a las que hubiéramos tenido en circunstancias normales. Y puesto que la principal urgencia actual es la reducción de empleo el elevado paro tiene una trascendencia política que relativiza las obligaciones económicas, la opinión pública ve con buenos ojos el panorama presente.

Lo que sucede es que, por razones fáciles de comprender, la imposibilidad de tomar iniciativas y de hacer reformas es ambivalente y junto a sus aspectos positivos tiene también su vertiente negativa: es saludable un descanso en la fruición legislativa de los próceres, que creen que el mundo se paralizará si ellos no efectúan su deposición legal perfectamente prescindible, pero es indeseable que se pospongan reformas que ajustan la actividad del Estado a las necesidades o las reglas a las demandas sociales. No toda la evolución puede automatizarse, por lo que es preciso impulsar el progreso desde las instituciones. Así por ejemplo, urge reformar la Seguridad Social porque si no se hace el modelo dejará de ser sostenible.

Lo grave de la falta de gobierno es que ciertos problemas enquistados toda sociedad tiene alguno no avanzan en el camino hacia su solución, y a veces incluso se agravan si no se actúa decididamente. En nuestro caso, la cuestión catalana pertenece a esta categoría, y el conflicto puede deteriorarse hasta extremos indeseables si no se detiene el declive hacia la sinrazón y empiezan a proponerse pronto terapias de grupo que encarrilen la deriva.

De cualquier modo, este prolongado impasse, que todos los ciudadanos estamos viendo con estupor, debería servir para promover una gran introspección que sea el cimiento de una reconstrucción necesaria. La Constitución está cerca de cumplir cuarenta años sin haber sido reformada, ni siquiera en aquellas partes, como el Título VIII, en que el texto constitucional era más procesal que dispositivo. En cuanto se recupere la normalidad, será el momento de reconsiderar todo este acervo para reconstruir la democracia sobre sus vigas maestras, que han resistido bien el paso del tiempo.

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