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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

La conjura de los necios

La defensa de la propuesta de Soria como director ejecutivo del Banco Mundial hecha por Rajoy y Sáenz de Santamaría, Català, Méndez de Vigo, García Margallo, de Guindos, ha sido de una torpeza inenarrable. Pero lo grave no ha sido la torpeza que, en el fondo, no hace más que revelar o bien escasa inteligencia, o bien la dificultad de armar una argumentación racional para justificar lo inexplicable. El problema no era Soria, el problema es el gobierno. Soria tuvo que dimitir como ministro por haber estado implicado en una sociedad familiar radicada en Jersey y haber negado por activa y pasiva su relación con paraísos fiscales. Es cierto que Soria no ha sido acusado de ningún delito. La cuestión radicaba en la improcedencia y también la inoportunidad de que un político con tales antecedentes representara a España en un organismo internacional. Lo grave ha sido que para intentar justificar la propuesta se recurriera a la mentira. Sabíamos que Rajoy es un embustero. Ahora sabemos que está rodeado de embusteros. No ha existido ningún concurso público para cubrir esa plaza. No está reservada a los que ostentan la condición de funcionarios ni a economistas del Estado. No era una consecuencia de respetar la legalidad, como afirmó Santamaría. No era una simple resolución administrativa, sino una decisión política, no técnica como afirmaba Rajoy, decidida por una comisión formada por tres directores generales y dos secretarios de Estado. Era una decisión del gobierno, si admitimos que el ministerio de Economía forma parte del gobierno. Rajoy estaba al tanto puesto que el propio Soria se lo había comunicado en junio. Que no había improvisación sino premeditación y escarnio lo prueba que fuera hecha pública dos minutos después que se consumara el fracaso de la investidura de Rajoy.

El gobierno, por medio de Rajoy, a la vista de la reacción pública y de los barones populares, no tuvo más remedio que pedir a Soria su renuncia. Por el camino Rajoy no ha perdido credibilidad, ya no la tenía, simplemente ha demostrado con creces que no es persona de fiar cuando, al tiempo que firmaba las condiciones de regeneración democrática que le exigía Rivera, preparaba un retiro muy bien remunerado al amigo que había dejado de ser político por el hecho de dimitir de sus cargos en el gobierno y el partido y había adquirido, por el hecho de volver a ser funcionario, el derecho justo de ocupar el puesto de designación política de director ejecutivo del Banco Mundial. Puro nepotismo que desmentía lo firmado con Ciudadanos. Es una mala noticia para las aspiraciones de Rajoy a perseverar en el intento de ser investido en octubre o después de unas terceras elecciones como presidente del gobierno, ahora, cuando se está volviendo a plantear el escenario de una retirada para posibilitar una abstención del PSOE, como están diciendo Felipe González y otros dirigentes socialistas al margen de los pretorianos de Sánchez, Hernando, Luena, Batet, López, etc. Lo inexplicable es la necedad del gobierno. ¿Es que acaso pensaban que podían esconder la verdad? ¿Cómo es posible que pensaran que diciendo cuatro tonterías podían sobrevolar sin daños la indignación de la ciudadanía? ¿Cómo es posible que personas baqueteadas en la política desde hace mucho tiempo hagan muestra de una insensibilidad abrumadora ante la opinión pública? No tiene explicación posible como no sea la prepotencia de un gobernante al que nadie en su gobierno se atreve a entonarle el memento mori, de un gobernante de nula empatía personal, un político autista que sólo se entiende como un epifenómeno más de un sistema político en quiebra.

¿Son los políticos o son las instituciones las que fallan? Un excelente columnista de este diario afirmaba el miércoles que era la buena calidad de las instituciones españolas la que ha permitido ir saneando la partitocracia corrupta o que, a pesar de los pesares, el gobierno de la nación haya seguido funcionando; que la crisis política que vivimos no responde al fracaso de las instituciones, sino que, al contrario, sin ellas estaríamos mucho peor; que es la tradición política, nuestras convicciones, lo que está fallando. No estoy muy de acuerdo. El diseño institucional debe contar con la falibilidad de los políticos. Y establecer mecanismos para superarla. El bloqueo es fruto del error de diseño. La partitocracia no se puede sanear. O hay partitocracia o hay democracia. O gobierno de los partidos o de los ciudadanos. Los partidos son gigantescas empresas de colocación que sólo procuran el bienestar de quienes los sustentan, no del país. Conforman el sistema político por expresa determinación del sistema electoral surgido de la Transición política. La justicia está politizada. El parlamento no es tal, pura subordinación al ejecutivo, paripé, excepto en una situación de gobierno en minoría. El Senado no sirve sino para colocar a políticos caducados. El Tribunal Constitucional, formado por cuotas, está cuestionado por soberanistas e independentistas. El gobierno de Cataluña impulsa un proceso independentista y no se cumplen allí las leyes del Estado. El Tribunal de Cuentas es un reducto de enchufados. Las diputaciones, burbuja política, sobran. Gran parte de la prensa en manos de los bancos. Intocables, igual que el resto del gran poder económico. ¿El gobierno funcionando? No ha habido actividad legislativa ni reformas desde hace un año. Podemos ser multados por la Unión Europea por la falta de presentación de los presupuestos y de medidas contra el déficit. La economía, de momento, sigue funcionando, dirigida por el piloto automático de Europa y el BCE. No acabo de ver el sentido a decir que sin las instituciones estaríamos mucho peor. Unas u otras, siempre hay unas instituciones. Y las nuestras podrían ser otras, mejores. Decía el columnista que es la tradición política, nuestras convicciones, lo que nos está fallando. Pero para que algo falle tiene que haber estado funcionando bien y no es éste el caso. Las instituciones se diseñaron en la Transición con el objetivo de superar precisamente nuestra tradición política de división, sectarismo, cainismo, caciquismo. Durante unos años, cuando los protagonistas de la transición las gobernaron, el invento funcionó, mejor o peor. Pero eran las personas, no las instituciones, las que funcionaban. Cuando llegaron nuevos actores a ellas, cuando la política dejó de ser un riesgo para convertirse en una oportunidad para los que no tenían otro motor que su ambición personal, y colonizaron absolutamente el Estado, se evidenciaron los "defectos" del diseño institucional: entre otros, la inexistencia de la división de poderes entre gobierno y parlamento debida al sistema electoral proporcional de listas, destinado a que ambas instituciones dependieran siempre de unas reducidas élites partidarias y no de los ciudadanos.

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