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Júpiter y Plutón en las Cícladas

El turismo tiene razones que la razón no entiende. ¿Por qué la isla de Ios es uno de los destinos preferidos de la juventud europea con ganas de divertirse gastando poco dinero y teniendo asegurado el sol, la playa, el baile y la fiesta nocturna, mientras que la cercana isla de Síkinos parece un lugar de vacaciones diseñado por la orden contemplativa de los cartujos? Así como, según una de las máximas de La Rochefoucauld, nadie se enamoraría si nunca hubiese oído hablar del amor, puede que nadie iría a Ios si nunca hubiese oído hablar de Ios, de la espectacular playa de Mylopótas, de la bellísima playa de Agia Theodóti cercana a unas ruinas medievales o del alegre ajetreo del puerto de Gialós, donde llegan barcos con turistas con acné y todavía lejos de su acmé, de su apogeo, de su máximo esplendor personal, de la madurez que aconseja no subirse a un autobús con muchas copas de más, con el bañador mojado y las chanclas alrededor del cuello. Puede que Síkinos fuera algo más que una isla cartuja si se hablara más de Síkinos. O puede que no. A lo mejor el amor no tiene nada que ver con oír hablar del amor y el éxito turístico de Ios no tiene nada que ver con que todo el mundo habla de Ios cuando se trata de divertirse en una isla griega gastando menos dinero que en Mykonos. No sé.

Rye Gerhardt, el hijo de la tremenda matriarca de la familia criminal Gerhardt en la segunda temporada de la serie Fargo, se queja en una ocasión ante su hermano Todd de su puesto en el escalafón familiar diciendo que es como si Júpiter le dijera a Plutón que él también es un planeta. Ios y Síkinos son dos islas de las famosísimas Cícladas griegas, pero eso es, en efecto, como decir que Júpiter y Plutón son dos planetas del sistema solar. Es cierto, pero el tamaño importa. Y la diferencia entre el tamaño de Ios y el de Síkinos no tiene nada que ver con los kilómetros cuadrados, sino con un no sé qué, un qué sé yo que ha convertido el puerto de Ios en una especie de Babilonia y ha dejado al puerto de Aloprónia, en Síkinos, con dos tabernas (dos significa dos, no tres, ni cuatro) que se bastan y se sobran para atender a turistas y lugareños. A unos pocos kilómetros del puerto, sin embargo, está la capital de Síkinos, dividida en dos partes: Kastro y Chora, tan blancas y tan tranquilas como la vela de un barco cuando reina la calma chicha. Kastro es un pequeño laberinto de luz y de silencio difícil de entender para los que no lo han leído con los pies, y en la plaza hay una preciosa puerta de una casa en ruinas que da a las estrellas cuando es de noche y al azulísimo cielo griego durante el día. Insuperable. Antes de subir hasta Chora, es obligado acercarse a la iglesia de Pantánassa, sudar un poco, sentir cómo el sol hace su trabajo y echar un vistazo en la tiendecita que vende recuerdos que no tienen nada que ver con los imanes con molinos en relieve para adornar neveras. Una visita a Pantánassa es un recordatorio de lo que es y lo que significan los colores de la bandera griega. Pura ortodoxia helena.

La Chora de Síkinos también es un ascenso, pero hacia la Grecia anterior a su descubrimiento por parte del turismo. Las casas y las iglesias son tan blancas, el cielo es tan azul y las vistas desde la parte más alta son tan hermosas que, créanme, no les importará haber olvidado meter en la mochila un par de botellas de agua con las que poder refrescarse. Pero si la sed aprieta, siempre podrán confiar en la "filoxenia" griega, la hospitalidad, el amor a los forasteros, el respeto por el visitante, todo eso de lo que carecía el cíclope Polifemo y que tanto sorprendió a Ulises y sus compañeros. Si piden un vaso de agua, les ofrecerán dos. Y fruta. Y un licor local. Y una agradable conversación que empezará por un sincero interés por saber quiénes son, de dónde vienen y a dónde van. El ABC de la filosofía, ya saben, ese invento griego. Pero como no todo va a ser caminar, les recomiendo coger el autobús que, desde Aloprónia con parada en Kastro, les llevará a la fascinante Moní Episkopís, en bellísimo semidesplome y asentada en un paisaje que en sí mismo merece el viaje y los 1,80 euros del billete (el autobús espera a que los turistas terminen la visita para devolverlos a Kastro o Aloprónia). Parece que Moní Episkopís, con sus torcidas columnas dóricas, es un mausoleo del siglo III a. C. que, ya en el siglo VIII, fue convertido en iglesia bizantina. Hoy, en su tembloroso estado y bajo la luz del atardecer, es un escenario imbatible que garantiza una de esas fotos que nos alegrará las largas tardes de invierno como fondo de pantalla del ordenador. Todo por 1,80 euros.

Y, en un suspiro, un barco nos lleva a Ios. De Plutón a Júpiter, de la tranquilidad absoluta de Aloprónia a la locura del puerto de Gialós, de autobuses lentos con turistas silenciosos a autobuses con mucha prisa llenos de jóvenes ruidosos y también con prisa para todo. Ios capital es muy bonita, y a medida que se asciende por sus calles estrechas disminuyen los locales que ofrecen comida rápida, los bares de copas, las tiendas de recuerdos y de ropa y los cafés sin griegos a la puerta con un kombolói, ese relajante rosario laico, en las manos. La noche de Ios es para los jóvenes. La mañana es para los turistas que quieren sentir la potente belleza de los molinos y que se acercan al teatro al aire libre Odysseas Elytis, de inspiración clásica, para admirar las increíbles vistas y sentir en la cara el viento griego. El nombre del poeta griego Odysseas Elytis nos recuerda a Homero, claro. Y la isla de Ios es, además de un lugar de fiesta y alegría, la isla de Homero.

Homero es el nombre del poeta ciego al que se le atribuyen las inmortales Ilíada y Odisea, y sabemos tan poco de él que puede que en realidad no sepamos nada. Pero una cosa es segura: la tumba de Homero está en Plakotós, al norte de Ios, junto a los restos de una ciudad jonia. No es una contradicción que no sepamos nada de la vida de Homero y que, sin embargo, sepamos con seguridad que su tumba está en la isla de Ios. Es justicia poética. Tampoco es contradictorio que una de las islas favoritas de la juventud con ganas de fiesta sea la última morada del autor de los poemas que constituyen los cimientos de la cultura occidental. La carretera que conduce a la tumba de Homero es relajante y diría que incluso poética, y la tumba es tan sencilla que sobrecoge. Desde al aparcamiento (con muy pocos coches) a la tumba del poeta hay un corto paseo, y en la tumba misma un relieve con el canónico rostro de Homero nos indica que aquí yace (aunque no yazca) el poeta entre los poetas. Los visitantes colocan piedras en delicado equilibrio cerca de la tumba como recuerdo de su paso por este lugar, y se quedan varios minutos contemplando el mismo mar que las cenizas de Homero contemplarán hasta que los dioses quieran. La soledad y extremo silencio de la tumba de Homero nos recuerdan que Síkinos está ahí al lado, y que a veces Júpiter y Plutón se parecen mucho más de lo que pensaba Rye Gerhardt en Fargo.

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