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Antonio Papell

El Rey y la gobernabilidad

En nuestro régimen de monarquía parlamentaria, el Rey es, según el artículo 99 de la Constitución, el encargado de proponer el candidato a la presidencia del Gobierno "después de cada renovación del Congreso de los Diputados" y "previa consulta con los representante designados por los Grupos políticos con representación parlamentaria". En correspondencia con este precepto, el artículo 62 de la Constitución menciona, entre otras funciones del Rey, la de "proponer el candidato a presidente del Gobierno y, en su caso, nombrarlo, así como poner fin a sus funciones en los términos previstos en la Constitución".

Esta tarea regia tiene un claro parangón en las repúblicas parlamentarias: en ellas, el presidente de la República consulta a los líderes políticos con representación parlamentaria antes de designar a un primer ministro, que posteriormente ha de obtener la confianza del Parlamento. El caso italiano es paradigmático, y en la Constitución italiana de 1947 la figura del presidente, elegido por mayoría de dos tercios por un cuerpo electoral formado por diputados, senadores y representantes regionales, es semejante a la del Rey en la Constitución de 1978, con la única diferencia de que aquél puede disolver las cámaras, tras escuchar al presidente de cada una de ellas, y nuestro rey no. En lo demás, se subraya el carácter apolítico de la magistratura presidencial, que debe mantenerse por tanto fuera del juego de los partidos. De hecho, el presidente de la República italiana representa también "la unidad nacional" (artículo 87 de la Constitución de Italia) pero tiene incluso menos cometidos específicos que nuestro Rey, que entre otras funciones ostenta el mando supremo de las Fuerzas Armadas, el ejercicio simbólico del derecho de gracia, el Alto Patronazgo de las Reales Academias, etc.

En las repúblicas sigamos con el ejemplo italiano, el presidente presta sin embargo una contribución relevante a la estabilidad: un papel activo de mediación e impulso a fórmulas de consenso y a alianzas susceptibles de recibir la aprobación parlamentaria, que han sido históricamente muy complejas: han ido desde el "pentapartito" hasta el "compromiso histórico" con el que la Democracia Cristiana en el gobierno suscribía fórmulas de colaboración con el PCI en la oposición.

En nuestro país, en cambio, el Rey, sin duda decidido a ajustarse escrupulosamente a sus funciones constitucionales, actúa con gran rigor en el papel escueto que le corresponde. Consciente de lo nefasto del intervencionismo regio en la política concreta, y con la dictadura de Primo de Rivera en la memoria, don Felipe no quiere tropezar en piedra alguna y anda con pies de plomo, lo cual solo puede merecer elogios. Sin embargo, no se comprometería su neutralidad si impulsase o estimulase alguna fórmula de mediación en pro de la gobernabilidad. Es obvio que la búsqueda de un gobierno estable no implica favoritismo ni ha de contaminar por tanto la exquisita equidistancia que atinadamente quiere mantener la Corona.

El caso Monti es paradigmático de que quiere decirse. En un momento delicado de bloqueo tras la dimisión de Berlusconi en 2011, en medio de la gran crisis de deuda, los buenos oficios del presidente Giorgio Napolitano zanjaron la crisis en apenas tres días: la designación de Mario Monti, quien asumió también la cartera de Economía, permitió a Italia salir del atolladero en un suspiro.

En nuestro país, es claro que procede la reforma del artículo 99 de la Constitución para afianzar la estabilidad gubernamental, habiéndose de crear algún automatismo que entronice a un primer ministro transcurrido un determinado plazo de negociación. Pero también sería conveniente analizar institucionalmente la función regia para delimitar el terreno de juego en que ha de moverse el monarca, ya que la institución podría quizá actuar en unos márgenes algo más amplios, con lo que prestaría un mayor servicio a la estabilidad.

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