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Matías Vallés

Rajoy no es presidente

El recordatorio de que "Rajoy no es presidente" dista de ser una perogrullada digna del protagonista de la frase. La cámara legislativa surgida de unas elecciones impecables celebradas hace dos meses, y encarnación suprema de la voluntad popular, acaba de rechazar a Rajoy como presidente del Gobierno. Sin embargo, Rajoy es presidente del Gobierno. La doble votación frustrada emite un dictamen superior en calidad a una moción de censura. El aspirante queda inmediatamente rebajado de la presidencia en funciones a la candidatura frustrada. Tras el veredicto, coger el coche y enfilar la carretera a La Moncloa como si tal cosa plantea una situación peliaguda.

El fracaso de la investidura presidencial del presidente Rajoy plantea la delicada justificación de su continuidad al frente del ejecutivo, incluso en funciones. Sánchez o cualquier otro diputado podrían mantener la condición de candidatos tras un intento fallido pero, ¿a qué puede aspirar quien ha sido considerado no idóneo por el pleno del Congreso para el cargo que ya ocupa? No se discute la propiedad jurídica de la permanencia en la Moncloa en una situación de emergencia. La legalidad es la primera exigencia de la política, pero no la única. Rajoy no solo ha cosechado los dos peores resultados de un presidente del Gobierno en democracia, y de forma consecutiva. En la sublime paradoja del recuento electoral, conserva el poder de nombrar a un presidente de su partido o de otro, siempre que no sea él.

En la cadena de prórrogas de la vida política española, solo ha faltado extender también la vigencia de los resultados electorales de 2011. Rajoy lo ha pretendido burdamente, al decretar que los votos de Ciudadanos y PSOE se le deben por derecho divino. Simula que se enfrenta a una investidura en condiciones titánicas, que jamás debió afrontar un candidato. En primer lugar, esta precariedad se sustentaría en el rechazo que genera en las urnas. En segundo lugar, el enunciado es falso. Todos los presidentes del Gobierno se vieron obligados a acarrear votos externos para resultar investidos. Todos lo lograron sin necesidad de esfuerzos sobrehumanos. Excepto uno, y a estas altura es superfluo dar su nombre.

Adolfo Suárez por dos veces, Leopoldo Calvo Sotelo, Felipe González por dos veces, José María Aznar y Rodríguez Zapatero por dos veces tuvieron que negociar apoyos externos para aprobar la investidura. Triunfaron en todas las ocasiones, y en especial cuando ya venían avalados por el inquilinato de La Moncloa. El fracaso de Rajoy es tan excepcional, sobre todo cuando su candidatura se sustentaba en el vigamen de las hazañas que se atribuye al frente del ejecutivo, que por fuerza ha de interpretarse como un descalabro personal. Y que dificulta incluso su interinidad. Se alegará que sus predecesores venían favorecidos por unos resultados previos más próximos al mágico 176. Sin embargo, y de nuevo, se supone que el candidato del PP es responsable de haber extraviado sesenta y cincuenta diputados respectivamente, en los dos últimos comicios de momento fallidos.

Sin entrar en que la consideración de Rajoy como mejor opción de Gobierno no deja demasiado bien a la "España entera" que tanto le preocupa, el no investido va a dejar una democracia irreconocible. La programación de elecciones el día de Navidad es fácil y felizmente subsanable. Sin embargo, reluce como un síntoma de la pintoresca trayectoria de un presidente en funciones que no logra las funciones de presidente. Acumula todos los records negativos, pese a disponer del mayor número de apoyos económicos y mediáticos en la historia de su gremio. Inmortalizarlo como emblema de la gobernabilidad, es una treta digna de quienes alababan al líder del PP por su excelente manejo de los tiempos cuando dejaba arder a Sánchez en la pira de Ciudadanos, y que ahora reprochan al secretario general socialista que devuelva la misma moneda. El criterio de estos sabios desaconseja la atención a sus razonamientos.

El fracaso de Rajoy arrastra a víctimas colaterales. Albert Rivera parecía predestinado a liderar en algún momento una derecha moderna y homologable con el resto del continente. Hasta que empezó a balbucear en su inexplicable entrega a los mandatos del PP. Su voltereta obliga a plantearse si confrontó a Rajoy con los papeles de Bárcenas en un debate televisivo para reprocharle la intimidad con el tesorero poliimputado, o si simplemente le espoleaba el fantasma de los celos. La investidura se ha saldado sin un vencedor, lo cual multiplicará el número de perdedores.

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