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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

'Beatus ille'

Apartir de cierta edad, la niñez se asemeja mucho a un paraíso perdido. Sobre todo si rememoras el verano, cuando éramos libres y el campo olía a antigüedad

Apartir de cierta edad, la niñez se asemeja mucho a un paraíso perdido. Sobre todo si rememoras el verano, cuando éramos libres y el campo olía a antigüedad. Era el tiempo de la recolección de los tomates, los higos y las almendras: de ese verdor primaveral que ha madurado siguiendo el curso natural de la vida. También era el tiempo del turismo, las visitas de los primos y el olor alemán a Nivea. El sol marcaba el ritmo de las horas y uno podía ir a la playa a nadar o a las rocas a pescar; o pisar la tierra polvorienta, casi yerma, labrada por los hombres; o dormir en la era bajo las estrellas, preguntándose por el nombre de las constelaciones. Es cierto que las tardes eran largas y monótonas, pero no especialmente tediosas al contrario, yo diría que nunca resultaban tediosas. Leíamos a la hora de la siesta hasta fatigar los libros de la biblioteca familiar y, al atardecer, salíamos a regar las macetas del patio y las flores del jardín, escuchando Tablero deportivo en Radio Nacional de España. El televisor, todavía en blanco y negro y con carta de ajuste, se reservaba para más tarde, después de la cena. Y las noches a la fresca también eran largas, un poco somnolientas, mientras las lagartijas ponían a prueba las ventanas de la casa. Hablo del verano y, para mí, el verano stricto sensu se ceñía a dos meses: julio y agosto, no a las semanas previas ni a las posteriores. De algún modo, intuía que septiembre ya no era el estío. Quiero decir que, si los veranos de mi niñez preservaban todavía algo del regusto clásico de la antigüedad, septiembre con sus tormentas anunciaba el inicio del curso escolar, que era como pasar a un registro de la vida adulta. En septiembre mudábamos de amigos, pero cambiaba aún más el paisaje moral. Sabíamos que la época estival era un tiempo antiguo, ceñido por los ritos agrícolas, el espectáculo del turismo y una libertad que casaba muy bien con la despreocupación de la felicidad. Sin embargo, en la cocina colgaba el calendario de la caja de ahorros para recordarnos la llegada del invierno, con el frío, los días cortos, los exámenes, las clases de repaso, la supervisión estricta de los deberes y, por supuesto, el esprint de las actividades extraescolares (aunque en este sentido, nosotros aún fuimos unos privilegiados). Iba a decir que soñaba entonces con ser mayor precisamente para poder ser niño, aunque sin duda esto es algo que uno piensa de adulto, cuando de nuevo retorna la infancia gracias a los hijos. Es muy fácil romantizar el pasado, pero eso no convierte a la memoria en mentirosa. Y, en todo caso, Orwell nos recomienda mentir un poco como hacen nuestros recuerdos para que la verdad se perciba bajo una luz más clara.

¿Fue mejor nuestro pasado? Seguramente no. Carecíamos de muchas de las comodidades de hoy y, a falta de tablets, el aburrimiento formaba parte de nuestra cotidianidad. También entonces nuestros padres se quejarían de los atascos, del trabajo mal remunerado, de los enfrentamientos entre partidos políticos, de las enfermedades y qué sé yo: sencillamente, la dureza que define la etapa adulta. La vida de los niños, en cambio, es por lo general un tiempo bastante preservado; sobre todo, durante las vacaciones, cuando no rige la socialización forzada de los colegios, ni la crueldad de los compañeros de clase con los más débiles, ni la absurda presión de los exámenes, ni los horarios imposibles que soportan hoy en día muchos chavales. Sospecho que las reservas de felicidad iluminan la vida adulta y actúan como anticuerpos frente las dificultades. No es que a los niños haya que mimarlos, pero sí dejarles ser críos. Ahora vivimos sujetos a la obsesión por la competitividad y los educamos con el objetivo de superar esa revalida. Y, a pesar de todo, no me cabe duda de que aún se conserva algo de ese paraíso antiguo; más que nada porque los hombres somos capaces de regenerarnos y renacer cientos de veces. Y quizás, dentro de cuarenta o cincuenta años, los niños de hoy mirarán hacia su infancia y recordarán también su rostro amable, reflejado en la alegría estival de sus hijos.

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