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Solidaridad en Cala Rajada, al atardecer

Uno de los mejores regalos que puede ofrecer la vida es el placer de ese rato que, como escribía Yourcenar en su Alexis, nos reconcilia con la vida. Puede asaltarnos de improviso: quizá ahora mismo tras quedar prendado en la contemplación de un detalle, sentado en el bar de la esquina tras un día de intenso trabajo y con el bocata y una copa de vino mientras observamos a los transeúntes?

Para que se concrete la vaga esperanza de rozar de vez en cuando un atisbo de felicidad, no es necesario el cambio de lugar. Hay placeres que Epicuro llamaba catasténicos y que se disfrutan desde la inmovilidad. Cualquier viaje es un catálogo de posibilidades y no obstante, la cotidianidad nos pega al terreno en el que, con suerte, degustaremos el ansiado momento por enésima vez; tanto, que podemos resistirnos a nuevos incentivos. Mudarnos de ropa, tal vez coger el coche para un trayecto de horas? ¡Qué pesadez! Es lo que suele ocurrirme a no ser que haya proyectado un largo periplo y, ante la duda, justificarme con aquello de que toda la desgracia de los hombres deriva de no saber quedarse quietos en una habitación desde la que concentrarse en un quehacer satisfactorio o, simplemente, dejarse llevar por cualquier ensoñación.

Esta tarde, 12 de agosto (lean esta columna al modo de un diario), se me ha ofrecido un regalo que estuve a punto de rehusar: cala Rajada. Una hora desde Palma o a saber tú, con los atascos. Pero mañana empezarán allí las fiestas de Sant Roc y, como preludio, el sopar a la fresca que organiza la ONG Voluntaris de Mallorca en colaboración con el municipio de Capdepera y cuyos beneficios se destinan al Servicio de urgentes necesidades de la isla, priorizados, según me explican, merced al concurso de un grupo de voluntarias que detectan las situaciones a paliar hasta donde sea posible: pañales y leche para niños de hasta tres años, contribución al pago de comedores escolares para otros? El caso es que ha sido llegar, aposentarme en la casa de una buena amiga, Concha Morell, y felicitarme por lo que no había hecho sino empezar.

Desde su terraza, nunca será más acertada aquella frase de Keats: que la belleza es verdad, con el añadido de que en este caso no se trata de una abstracción ni belleza pasajera porque el paso del tiempo de no ser por alguna malhadada ocurrencia urbanística, siempre posible no la convertirá en vulgar. Frente a nosotros, el mar hasta donde alcanza la vista; el puertecito a la izquierda? Me habría quedado allí, en silencio, hasta que dieran las tantas, pero es preciso cumplir con el objetivo, así que nos hemos llegado a la explanada, junto al embarcadero, donde tendrá lugar la cena solidaria. He dejado a las voluntarias (una abrumadora mayoría son mujeres, dispuestas como de costumbre) con los preparativos y, subrepticiamente, me he sentado en el bar Marítimo mesita con perspectiva para escribir estas líneas. Espero que, como suele ser habitual, nadie note mi ausencia. Por lo menos durante el rato en que, a más de intentar dar cuenta de lo visto, me entregue a la caricia de la brisa mientras observo en derredor.

Han colocado en las largas mesas vino y tomates. El resto, pan y embutidos, los comensales habrán de pasar a recogerlos en fila y previo pago de siete euros: el donativo para los fines mencionados. La luz relampaguea sobre el agua, las voces de las cooperantes se han convertido en murmullos que inyectan magia al lugar y, en la distancia, las casas son observatorios desde los que imaginar tempestades o, más acá, las barcas de pesca saliendo en la madrugada. En un distante altozano se dibuja la villa del que llamarían último pirata del Mediterráneo y que, más allá de la posible justeza del apodo, sin duda sabía elegir. ¡Detente, instante. Eres tan hermoso!, me digo remedando a Fausto. Pero no es posible seguir con el paladeo y es que algo habré de hacer para justificar mi presencia en el evento, así que terminaré este escrito mañana.

Y prosigo. La noche pasada, tras reintegrarme al grupo de Voluntaris, me ocupé con otros cuantos de proveer a las circunstanciales repartidoras, tras los mostradores, de las vituallas necesarias. "¡Falta pan moreno!". "¡Se me está acabando el jamón!". "¡Más camaiot, rápido!"? No recordaba haber trabajado bajo semejante presión desde mis tiempos de Residente hospitalario y, pese a que en el trasiego no me daban respiro, al terminar recordé algo leído tiempo atrás: que la interacción resultante de un comportamiento solidario, beneficia más si cabe al emisor que al receptor. Contemplando las caras de ellas y escuchando sus comentarios, supe que es cierto y entendí que el sopar se repita cada año.

El de ayer fue todo un éxito cenaron más de 350 y, para mí, supuso constatar otra vez que no es preciso irse muy lejos ni mudar cielos y mares para sentirse a gusto. Por tanto, y a poco que pueda, pienso volver. Y publicaré esto (pasadas ya dos semanas he dudado de su oportunidad) para dejar constancia de lo sentido junto a quienes no tienen freno ni medida para su buen hacer.

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