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Volver a Menorca

La sensación de habitar una suerte de arcadia se da violentamente de bruces con los agostos menorquines. Y, sin embargo, no puedo dejar de pensar qué haría el poeta en la abarrotada y escandalosa Ibiza o en la cada vez más irritante isla mayor, cuando Menorca es la isla más sensata y armónica del archipiélago. Pons no se acostumbra al espectáculo del turista alborotador y masivo, prepotente y cafre. Tiende a sacralizar su isla y eso le hace mostrar una vena apocalíptica de indígena acosado o expulsado del paraíso. Parece exagerado, pero uno va comprobando que el hombre se queda corto en sus apreciaciones. Aun así, es taxativo, lapidario. Cada vez más extraño en su propia isla, afirma que ha nacido menorquín pero que morirá siendo un extranjero. Sus ensoñaciones poéticas, a menudo son cortocircuitadas por agresivas motos náuticas que aniquilan su búsqueda casi desesperada del silencio. Leerlo es recuperar una cierta ética y estéticas horacianas, una forma de sabiduría que consiste en una gradual simplificación de la vida. Siente alergia por los congresos literarios y sus mezquinos y mediocres cotilleos, y prefiere leer a Spinoza o a Iorgos Seferis bajo un pino o flotar un poco a la deriva sobre su tabla de surf en las inmediaciones del pequeño puerto de Macaret. Volver a Menorca de la mano de Ponç Pons es, de algún modo, reactualizar una parte de la civilización mediterránea en el sentido más griego del término. Es la templanza en el placer, la mesura en el vino y una cierta frugalidad en los gustos culinarios. Unos pantalones cortos y unas avarcas. Es la razón apasionada, alejada de fosilizadas abstracciones y del cinismo vacilón y exento de gracia. Es tener conciencia de ser una isla dentro de una isla y, al mismo tiempo, sentirse desterrado en su lugar de nacimiento. Es la biblioteca junto al huerto, es el libro de notas junto al mar, es el pensar al ritmo cadencioso de las horas muertas que uno, el poeta, llena de literatura y vida. Es escuchar a Homero, pero sin obviar a las masas de turistas que nos recuerdan que no queda otro remedio que compartir el mismo espacio, aunque nuestro objetivo no sea otro que, entre tanta saturación, buscar y encontrar un par de metros cuadrados de arena, instantes de silencio en el centro del ruido. Uno, sin duda, envidia este amor que el poeta menorquín siente por su isla, hasta el punto de colocarla en un lugar sagrado, aunque este lugar sea violentado. Un amor desmesurado, pero amor al fin y al cabo. Y sabemos que el amor es indiscutible. Volver de Menorca es, también, saber que el mar puede estar muy agitado y llegar como una sopa al puerto de Alcúdia y, sin embargo, saber que uno regresará a esa isla, biodramina aparte y con los diarios de Ponç Pons en el macuto.

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