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Antonio Papell

Un año sin leyes

Si se hurga en el campo de lo subjetivo, es probable que se encuentre incluso una sobreabundancia de sensaciones de alivio ante este respiro que en la práctica ha puesto coto a una febril afición de los gobernantes a dejar su impronta personal no sólo en la gestión de lo cotidiano sino en el terreno normativo. Un ejemplo reciente del desvarío que ha acompañado a la última hornada de políticos es el que ha protagonizado Gallardón, quien, tras ser nombrado por Rajoy ministro de Justicia, emprendió una frenética y desenfrenada carrera de reformas que alcanzó o pretendió alcanzar la ley orgánica del Poder Judicial, el Código Penal, la ley de Tasas Judiciales, las leyes de Enjuiciamiento Civil y Criminal, el Código Mercantil, la ley Hipotecaria y del Catastro, la ley orgánica del Estatuto de Víctima del Delito, las leyes de mediación, etc. La falta de consenso en la mayoría de sus iniciativas, algunas verdaderamente disparatadas, y su pertinacia en provocar una regresión en determinados derechos ya irreversibles le forzaron a dimitir cuando perdió el apoyo del propio Rajoy.

Y al propio tiempo que se reduce el número de normas que deba tramitar el parlamento, conviene mejorar la calidad de las mismas, llamando a capítulo a los grandes especialistas en cada materia para que asesoren a los parlamentarios. Porque nuestra diarrea legislativa de los últimos años no sólo nos ha abrumado cuantitativamente sino que ha generado normas de mala calidad, que han empeorado los procesos de avance en lugar de perfeccionarlos.

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