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Daniel Capó

Turismo de masas

En Balears se ha abierto el debate sobre el tope turístico. ¿Cuántos visitantes más puede recibir el archipiélago sin que se colapsen nuestras infraestructuras básicas ni se pierda en calidad de vida? El turismo constituye la parte principal del pastel de la riqueza en las islas. Cerca del 50% de nuestro PIB depende de este sector frente al 12% en el conjunto de España, un tanto por cierto seguramente superior si lo midiéramos en forma indirecta. De los cerca de 200.000 mil turistas anuales que acogía nuestro país a principios de siglo XX a los más de 70 millones que recibirá en 2016, el salto resulta descomunal y equivale a una auténtica revolución industrial, aunque en nuestro caso sea a través del sector servicios. El turismo aportó trabajo, riqueza y un cambio de costumbres. Nos abrió la ventana europea, a la vez que terminaba con algunas estructuras pseudofeudales que todavía regían en el agro. Para el franquismo, supuso algo parecido al maná: permitió el desarrollismo, el Seat 600 y la extensión acelerada de una nueva clase media. Seguramente, el turismo en España creció sin un mínimo de planificación, lo que implicaba un urbanismo agresivo y destructor, pero también al mismo tiempo una cierta democratización en los beneficios. Pensemos en los destinos del Caribe Cuba, Cancún, Playa Bávaro, cuyos proyectos hoteleros han sido desarrollados y se encuentran controlados por las grandes multinacionales del turismo, muchas de ellas mallorquinas. ¿De qué modo se reparte la riqueza que generan? ¿Favorece al conjunto del país? ¿Propicia la creación de pequeñas y medianas empresas que ofrezcan servicios al turista y a la industria hotelera? La ausencia en Balears al menos en su momento inicial de grandes grupos facilitó una inmediata distribución de los beneficios, en forma de pequeños hoteles, restaurantes, bares y tiendas de souvenirs.

Es algo parecido a lo que está sucediendo en estos últimos años gracias al alquiler vacacional, uno de cuyos efectos más inmediatos ha sido la potenciación turística del Pla de la isla. Y otra de sus consecuencias indudables es que muchos pequeños propietarios se han convertido en una especie de microhoteleros, facilitando otra vez una cierta socialización de los beneficios, que alcanzan a muchas capas de la ciudadanía.

La proliferación de este tipo de alquiler, unida a la llegada de cruceros y la inestabilidad en muchos países del Mediterráneo, está impulsando temporadas de récords, una tras otra. Pero, al mismo tiempo, sitúa al límite la capacidad de unas islas con recursos limitados y cuyo capital público en forma de infraestructuras siempre ha sido escaso. La explotación masiva del sol y de la playa garantiza el ingreso de divisas, aunque también se sustenta sobre un sistema laboral que, en algunos casos, roza la esclavitud. Las restricciones de agua, las carreteras colapsadas y los servicios sanitarios saturados acompañan la sobredosis turística en los meses de verano. La cuestión fundamental es saber si el modelo se puede cambiar: ¿cómo reconvertir la industria hacia un mayor esponjamiento? ¿Cómo pasar del turismo de masas que, con 1.200 millones de movimientos al año, constituye ya un hecho global a otro cualitativamente distinto sin que afecte al empleo o al PIB? No son preguntas sencillas ni creo que nadie cuente con la solución mágica, más allá de las respuestas generales. De hecho, llevamos décadas conviviendo con este debate y los acuerdos siempre han sido parciales, insuficientes, seguramente imposibles. Poner límites supone una obviedad. Apostar por la calidad también. Pero el turismo de masas con su crecimiento exponencial a lo largo de los años ha llegado para quedarse. Y con la expansión del low-cost no parece que nada ni nadie vaya a ponerle coto.

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