En la televisión, el locutor chilla de júbilo porque un corredor sudafricano acaba de batir un nuevo récord del mundo de los 400 metros. "¡43.03! ¡43.03! ¡Quince centésimas menos!", grita el locutor, casi fuera de sí, porque la antigua marca llevaba vigente diecisiete años y parecía imbatible. Pues se ve que no: ahora ya está fijada en quince centésimas menos. Por la forma de gritar del locutor, uno podría creer que esas quince centésimas suponen una victoria del ser humano contra la tiranía del tiempo. Pero ¿es en realidad así? Hay una especie de obsesión enfermiza por creer que podemos derrotar el paso del tiempo toda nuestra civilización contemporánea se basa en esa superstición, pero todos sabemos que eso es imposible. Nosotros somos el tiempo, porque el tiempo está en nosotros el tiempo es cada uno de nosotros, y sin nosotros, el tiempo no existe. O sea que esas quince centésimas son del corredor sudafricano, y aunque todos pensemos ahora que él se las ha arrebatado al tiempo, ha ocurrido exactamente lo contrario: el tiempo se las ha arrebatado a él. Claro que ha establecido un nuevo récord y ha demostrado que es la persona más rápida del mundo, o una de las más rápidas. Pero eso es todo.

Y además, ¿a qué dimensión del tiempo pertenecen esas quince centésimas del nuevo récord? Lo digo porque no creo que ninguno de nosotros esté capacitado para sentir el paso de esas quince centésimas. Sentirlas físicamente, quiero decir, sentirlas como algo real, como algo que existe o como algo que ya ha dejado de existir. Por supuesto que esas quince centésimas existen en el mundo de las mediciones científicas y los cálculos y los cronómetros, claro que sí. Pero en nuestro mundo normal ya sé que ese adjetivo es impreciso, en el mundo de todos los días, en el mundo del trabajo y la rutina, ¿existen esos fragmentos de tiempo, o más bien de nanotiempo? ¿Tienen sentido? ¿Sirven para algo? ¿Y en qué medida pueden afectar a nuestras vidas quince centésimas de segundo?

Y mientras el locutor sigue chillando su alegría por el nuevo récord "¡43.03!", aquí al lado, en esta parte del mundo, la gente que termina sus vacaciones está cargando el coche o se prepara para ir a coger el avión de vuelta a casa. En los días del puente de agosto la mare de Déu d'agost, en Mallorca, hay fiestas de despedida en los hoteles y en la urbanizaciones y mucha gente se prepara para regresar a la rutina. Ayer, por ejemplo, nos despedimos de unos vecinos de vacaciones que ya tenían que volverse al trabajo. Estaban cargando las bicicletas en el techo del coche, preparando las maletas, deshaciendo el apartamento que había sido su casa durante una quincena. Estaban tristes, sobre todo los hijos, los adolescentes que jugaban al fútbol y salían todas las tardes a pasear en esas dos bicicletas. Hace tres noches los chicos se quedaron despiertos hasta muy tarde, intentando ver la lluvia de estrellas fugaces las Perseidas, pero no lograron ver ninguna porque el cielo estaba cubierto y al día siguiente los dos estaban cansados y tristes. Y ayer, a la hora de hacer las maletas, tenían la misma expresión: decepcionada, triste, incrédula. La estrella fugaz del verano, ay, ya se había ido. Y dentro de muchos años, cuando estos chicos recuerden estos días del verano de su juventud, todo lo que han vivido en estas vacaciones, con sus paseos en bicicleta y con la noche que pasaron despiertos intentando ver estrellas fugaces, quizá sólo les parezca un periodo de tiempo insignificante que ni siquiera sabrán decir si fue real o no, recordado o inventado, algo así como quince miserables centésimas que ya no significan nada de nada en ningún sitio.

Hace muchos años estuve en el islote de s'Espalmador, casi pegado a Formentera. Eso fue en el verano del amor, en el 67, y no había nadie en la isla. Nadie. Ahora, los dueños de la isla porque la isla es propiedad privada, se quejan de los innumerables yates que fondean en la playa de sa Torreta y de la gente que salta a tierra y deja toda clase de porquería en la isla. Por lo que leo, el turista italiano que provocó un incendio con una bengala ha intentado escurrir el bulto otra especialidad de nuestra época diciendo que estaba haciendo prácticas con el capitán del yate y que todo se debió a un lamentable accidente. Es algo así como aquello que dijo Messi en el juicio por sus problemas fiscales: "Yo me limitaba a jugar al fútbol. Confiaba en mi papá". El juez ha dejado al turista en libertad. Y si algún día el turista que tiró la bengala y provocó el incendio recibe alguna clase de castigo, será temible, seguro: quince centésimas de segundo en prisión. O quizá menos.