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Jose Jaume

Mariano Rajoy 'borbonea' al Rey

El inexistente verbo "borbonear" fue acuñado en los tiempos en los que en España reinaba el bisabuelo de Felipe VI. Con Alfonso XIII, otro monarca perjuro por haber avalado la dictadura del general Primo de Rivera en septiembre de 1923, ciscándose en la Constitución que había jurado cumplir y hacer cumplir, se popularizó entre políticos y periodistas debido a que el Rey desarrolló una desmedida afición a inmiscuirse en asuntos de gobierno, hasta el extremo de forzar reiteradamente las dimisiones de los presidentes del Consejo de Ministros. Antonio Maura, el mejor estadista que en más de un siglo ha dado la derecha española, lo sufrió en sus carnes. A Alfonso XIII ser un perjuro le costó la corona.

Eso ahora no viene al caso, sino el hecho de que el rey Felipe VI está viviendo el borboneo instaurado por su bisabuelo solo que al revés: es el jefe del Estado el que está siendo poco gentilmente borboneado por el presidente del Gobierno. Mariano Rajoy, al aceptar el encargo de ir a la investidura sin permitir a su correveidile instalada en la presidencia del Congreso de los Diputados que fije la fecha del debate, es quien borbonea al Rey. Lo deja en una posición como mínimo desairada porque al aceptar el encargo sin fecha de caducidad le dice al Rey que no desempeña ningún papel, que se esté quieto. Rajoy es de los que se guardan sus agravios y rencores para devolverlos en el momento procesal oportuno: no le ha perdonado a Felipe VI que después de las elecciones de diciembre se negara a tragar con el inconstitucional mejunje de no proponer un candidato a la investidura. Es más, Rajoy se la juró cuando la Casa Real emitió un comunicando dando cuenta de su negativa a aceptar el encargo de ir a la investidura y, sobre todo, que optara por ofrecérsela a Pedro Sánchez.

Ahora, el presidente en funciones ha decidido borbonear al jefe del Estado: le ha dicho que sí al tiempo que, asegurada la presidencia del Congreso de los Diputados en manos de quien, como es el caso de Ana Pastor, está dispuesto a retorcer hasta donde sea necesario la norma, le espeta en sus reales narices que no hay plazos, que asumido el encargo el papel de Felipe VI ha concluido, que es él y solo él quien marca el día y la hora en la que acudirá, si lo considera oportuno, al Congreso. Ese es Rajoy, a quien las urgencias de que haya gobierno en España se constata que no le importan, puesto que en el PP se ha pasado de afirmar que era imprescindible contar cuanto antes con un gabinete en condiciones de cumplir con Bruselas a mantener que si la investidura se ha de retrasar hasta después de las elecciones vascas y gallegas del 25 de septiembre se hace y el Gobierno continúa en funciones, una situación que a Rajoy le satisface puesto que su vicepresidenta le ha hecho saber, tras evacuar la correspondiente consulta con los abogados del Estado permanentemente a su servicio, que estando en funciones el Gobierno no tiene obligación de someterse al control del Congreso, que, con Ana Pastor, elegida gracias al abnegado concurso de Albert Rivera, no parece que vaya a ser muy exigente hasta que alguien formalice y supere la investidura. Empiezan a plantearse serias dudas de que Rajoy consiga su propósito: el de ser investido por agotamiento, prácticamente sin debate, que es lo que quiere. El presidente en funciones, su no pequeño ego, no está en condiciones de admitir que la cámara le propine dos sonoros revolcones viéndose en la tesitura de tener que volver a Zarzuela para que el Rey le encargue por segunda vez intentarlo. Ese desenlace resulta demasiado hiriente. La altivez de Rajoy no puede asumirlo.

Lo que hoy tenemos es que el borboneo cumple su cometido: el Rey está en berlina, en claro fuera de juego. No puede promover una ronda de consultas con los dirigentes de los grupos parlamentarios; tampoco está en condiciones de emplazar públicamente a Rajoy o a su vicaria Pastor a que fijen fecha para la investidura. Felipe VI formalmente se ciñe al papel que la Constitución le concede. Podemos preguntarnos si su padre, el rey Juan Carlos, hubiera aceptado mansamente ser borboneado como lo ha sido su hijo. Más bien parece que entre bambalinas, una de sus acreditadas especialidades, habría tejido una envolvente para poner a Rajoy a los pies de los caballos obligándole a comportarse como se supone que ha de hacerlo un candidato que acepta ir a la investidura. Con el mejor Juan Carlos, el de las primeras décadas de su reinado, a alguien como Rajoy no se le habría ocurrido y de hacerlo de ninguna manera lo habría llevado a la práctica, borbonear al monarca, porque con Juan Carlos quien borboneaba era él. Si la memoria de Adolfo Suárez no se hubiera desvanecido antes de lo aconsejable nos daría cuenta del real e inmisericorde borboneo al que el presidente de la Transición fue sometido.

Los tiempos son otros. Muy distintos. Felipe VI es un impecable rey constitucional, pero esa misma pulcritud es la que le deja en posición tan desairada, al capricho de quien no tiene ni de lejos el mismo respeto por la Constitución que el que exhibe el jefe del Estado. Conviene insistir cuantas veces sea preciso: aceptar la investidura sin comprometerse formalmente a presentarse en el Congreso y mucho menos fijar fecha es de trileros. El tahúr del Misisipi no fue Adolfo Suárez, como tan malévola como equivocadamente afirmó Alfonso Guerra, devenido en impostado e increíble hombre de Estado, sino Mariano Rajoy, para quien utilizar las normas constitucionales a beneficio de inventario no le supone perder un átomo de cavilación. Se hace lo que se tiene que hacer para permanecer, porque de lo contrario se puede quedar expuesto a avatares muy poco gratos. Ejemplos abundan en el PP que preside Rajoy. Además, cuenta con la fidelidad de un pétreo electorado, que no abandona a los populares al aplicar la máxima de que "los nuestros son los nuestros" suceda lo que suceda. Rajoy sabe de tales fidelidades y, aupado como está en la cúspide de la pirámide del poder del PP, no está dispuesto a abandonar. El cálculo es muy simple: yo o terceras elecciones. ¿Puede quebrarse? Las garantías de inmunidad habrán de ser absolutas y el Rey tal vez tenga que adentrarse en espacios no muy bien delimitados por la Constitución para lograr tamaña empresa. También dependerá de la resistencia de Sánchez.

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