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El apagón francés

En medio de la guerra declarada a Occidente, Francia, uno de los principales campos de batalla en que se libra la contienda, ha abierto un debate sobre la inconveniencia de glorificar a los terroristas islámicos. Le Monde anunciaba no hace mucho su propósito, ya reiterado, de no publicar las fotos póstumas de los asesinos ni difundir cualquier otra imagen propagandística del ISIS. La misma decisión fue tomada por el canal de televisión BFM-TV y el periódico católico La Croix. Algunos más están a punto de apuntarse al mutis. ¿Guarda esto algún sentido tratándose de medios que tienen como deber mantener informadas a sus audiencias? Yo no se lo encuentro. Otros, en cambio, pensarán que se trata de una medida acertada. El asunto no es nuevo. No es la primera vez que oigo comentar que los periódicos y las televisiones no deberían airear el delito y los delincuentes, con el fin de disuadirlos. En este país se habló de ello hace años cuando ETA era la que asesinaba.

En algún momento, el terrorista, tanto el que se mueve en grupo y se adoctrina en los campos de entrenamiento como el lobo solitario, presa de la desesperación y del odio, buscan con su acción la gloria ante los ojos de sus comandantes y amigos. El solitario quiere, además, reivindicarse personalmente apretando el gatillo o accionando la bomba por todo lo que ha padecido o supuestamente padece de la sociedad. Así lo entienden los psicoanalistas cuando se refieren a la yihad y a los instintos criminales que la animan. Sin embargo, las respuestas que debe tener un periodista son otras y en ellas no creo que deba figurar el apagón informativo. Entre otras razones porque, frente a la autocensura y las grandes declaraciones de principios, la misión del que se dedica a este oficio es contar todo lo que sucede con el mayor rigor posible. El derecho de los ciudadanos, a su vez, es mantenerse informados. No resulta, además, funcional ni práctico que los medios solventes, como es el caso de Le Monde, se censuren a sí mismos con el argumento ingenuo de que el terrorismo yihadista cederá al no beneficiarse de la "glorificación" propagandística. Todos sabemos que hay un paso más decisivo para el fanático del islam que es el paraíso prometido.

En la sociedad de la información y de las redes sociales el silencio de quienes profesionalmente han asumido el deber de informar tiene aún menos sentido. Por mucho que calláramos no dejaría de haber ruido, y la confusión sería aún mayor en una opinión pública agarrotada por la ansiedad y el temor a que le estén ocultando datos o imágenes de cierta trascendencia en un momento especialmente crítico.

Probablemente esté acertado Johan Hufnagel, director de Libération, cuando dice que tomará sus decisiones en función de cada atentado o crimen. Cada historia es diferente, cada ataque terrorista es distinto. Lo lógico es que las informaciones, las portadas, en general la cobertura se analice caso por caso, como sucede con el resto de las noticias que pasan por las redacciones a diario. El periodismo no puede estar sujeto a los apagones informativos y la autocensura que proponen sus mismos profesionales basándose en la creencia de que el terrorismo propenso a dejar el carné de identidad después de las masacres va a olvidarse de matar por el hecho de que los medios renuncien a informar de sus execrables crímenes. Démosle la vuelta a esta historia y preguntémonos qué haríamos en el caso de que la censura nos fuese impuesta. Más fácil, volvamos la vista atrás y recordemos cuando ha sucedido: las reacciones en favor de la libertad de expresión y el derecho a informar. Uno de los objetivos del terror es, mediante el miedo, empujarnos cada día a una nueva renuncia.

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