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Antonio Tarabini

Historietas estivales (II)

Antonio Tarabini

La otra Italia

Con los años descubrí la bella Italia, pero antes tuve que convivir con la Italia de la posguerra, repleta de ruinas, con familias destrozadas, intentando salir del agujero. La otra Italia. Yo tenía un tío capuchino, con unas largas barbas y bien relacionado en el Vaticano. En 1949 se puso en contacto telefónico con mi madre, después de un largo tiempo de silencios. Mi padre, concluida la guerra, cumplía cárcel. Había una posibilidad de indulto a través de un pariente, monseñor Tardini, persona relevante en el Vaticano y años después cardenal. Pero necesitábamos con urgencia 5.000 dólares en metálico para dulcificar voluntades. Su propuesta es que no fuera mi madre a "visitar" a mi padre en la cárcel de Parma, porque estaría absolutamente vigilada, sino que fuera yo para que entre abrazos le entregara los dólares. Y así se hizo con gran dolor y pesar de mi madre, añadida la dificultad de obtener los fondos.

A través del Cónsul de Italia, buen amigo, se me tramitó una especie de salvoconducto con el compromiso de que mi tío el capuchino me tenía que recoger en Génova y devolverme. Se trataba de montar la infraestructura básica. Un tal señor Bosch, que era el representante en Barcelona de los negocios de mi abuelo en Palma, se encargó de planificar mi viaje en tren: Barcelona-Frontera-Perpinyà-Génova. El señor Bosch, bien relacionado en Barcelona, "contrató" a un revisor del tren para dos funciones: paso de la frontera española (se cambiaba de tren por la distinta anchura de la vía) y posterior acompañamiento al tren francés hasta Perpinyà, donde tenía que hacer transbordo y coger otro tren hacia Génova.

Todo parecía estar a punto. Me explicaron la historia que, la verdad, no comprendí demasiado. Pero sí entendí que vería a mi padre, después de cinco años. Me cosieron a todo lo ancho de mis pantalones, que por vez primera me cubrían hasta los talones, un forro que incluía paquetillos de dólares. El salvoconducto y los billetes de tren ubicados en el bolsillo trasero, mil pesetas sueltas para posibles avatares y una amplia bolsa de mano que incluía paquetes y fiambreras de comida. Yo estaba medio grogui y decidí montarme mi propia película de aventuras. Me embarcaron en un paquebote. A mi llegada a Barcelona me esperaba el señor Bosch, que me acompañó hasta la Estación de Francia, donde me presentó al revisor amigo.

El tren arrancó. Llegamos a la frontera, cambiamos de tren, y me presentaron al nuevo revisor. Al atardecer, casi por sorpresa, comenzaron a mostrarse llamaradas de fuego de entre las montañas pirenaicas. Un inmenso incendio forestal. Tren semiparado. El revisor, de tanto en tanto, venía a mi encuentro. Yo debía poner cara de pánico, porque me animaba diciéndome que era muy valiente. Llegamos a Perpinyà tarde y mal. La persona que debía ser mi enlace no estaba, el revisor visto el desbarajuste mantuvo una conversación con un hombre de media edad que también esperaba el mismo tren que yo. Se acercaron ambos, me dijeron que aquel hombre sería el "nuevo" revisor. Me pidió 500 pesetas y se las dí. Llegó nuestro tren, subimos. Nos sentamos y ambos comimos de los manjares de mi madre. Él me invitó a comer un plátano. Le pregunté quien era. Me dijo que era un exilado español. No lo entendí, hasta muchos años más tarde. Era muy parlanchín, y me contó algunas aventuras con los "maquis" (tampoco sabía lo que eran) que se me antojaban como historietas propias de Hazañas bélicas. Al final cumplí con mi misión, aunque el encuentro con mi padre no fue fácil, y me devolvieron a Mallorca.

A los catorce años, en el verano del 54 conocí a mi abuelo (il nonno) y a mi abuela (la nonna) paternos. Vivían en un inmenso caserón cercano a Carpi (Módena). Él era de familia de abolengo, ella de origen popular, y sin embargo convivían alegremente. Él era un bon vivant, tenía un gran sentido del humor y me enseñó múltiples "sortilegios" útiles para los juegos de naipes. Mi abuela me introdujo en las diversas técnicas manuales de "fabricar" y cocinar la pasta italiana. Los tres (nonno, nonna y yo), montados en un cabriolet tirado por un hermoso caballo, solíamos ir a Carpi de visita a parientes y amigos. A mi padre, una vez indultado, se le reconoció su graduación militar pero con jubilación anticipada. Vivía en Módena, donde administraba unas fincas. Comíamos cada día en una trattoria cuyos titulares eran familia de Pavarotti, que por aquellos entonces no era todavía un divo consagrado. Hubo intentos baldíos de vivir en Mallorca. Le visité múltiples veces, pero mi padre era un hombre hermético y quemado. Mi relación con él nunca fue fácil. Se cabreó profundamente cuando en el año 1962 se enteró que era jesuita, según él centro de rojos potenciales. Murió sólo, acompañado de sus nostalgias y algunos compañeros de milicia.

Posteriormente he regresado con frecuencia a Italia, no la de las cárceles y las miserias de la posguerra, sino a una tierra maravillosa, repleta de ciudadanos y ciudadanas desconcertantes, siempre interesantes, oscilantes entre la mafia, la política, el Vaticano y similares. Y los rocé. Continuará.

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