Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Antonio Tarabini

Historietas estivales (I): El Conde Rossi

Alégrense. Siguiendo mis hábitos, durante este mes de agosto no voy a escribir sobre política (¡aunque todo es política!). Necesito dar descanso a mis escasas y viejas neuronas. Me aburre la cachaza del candidato Rajoy, ahora candidato (en diferido) a la investidura, esperando que el guindo caiga del árbol. Me dan penita los vaivenes del Ciudadano Rivera en busca de su arca perdida. Me dan coraje las presiones sobre Pedro Sánchez luchando cual lobo solitario contra propios y extraños. Me resuenan los ecos de las reflexiones de Iglesias reconociendo públicamente los errores de Podemos. Por eso, voy a tratar sobre cosas y personas que forman parte de la cotidianeidad.

Hace unos meses tuve ocasión de participar en Llubí en una tertulia sobre el Conde Rossi (¡ni Conde, ni Rossi!) y sus asesinas excentricidades en la Mallorca de 1936. Tuve que rebobinar una parte de mi prehistoria y de sus entornos depositados en el baúl de mis recuerdos. La historia es muy sencilla. Llegué a interesarme por el Conde Rossi a través de mi padre, Armando Tarabini-Castellani Piccinini, aviador, militar de carrera, que se alistó como Legionario en las filas franquistas. Nunca me hizo ningún comentario negativo sobre las crueldades y matanzas del Conde Rossi. Mi padre era fascista, pero como militar de carrera le molestaban sus "ordinarieces y chulerías". Por avatares de la vida tuve ocasión de conocer al señor Arconovaldo Bonaccorsi, identidad real del Conde Rossi.

A mi padre le cabreó mucho que naciera en Palma, el 26 de febrero de 1940. Ni corto ni perezoso, movió cielo y tierra hasta conseguir que al poco tiempo mi madre y yo fuéramos a vivir a Italia. Estuvimos en varios destinos, siempre cercanos a bases aéreas. En 1943, con tres añitos, vivía en Ferrara con mi madre, mientras mi padre estaba guerreando en el norte de África. Mi madre las pasaba canutas en plena guerra sin hablar italiano ni conocer a nadie. Recuerdo la imagen de mi madre, montada en una bicicleta, "intercambiando" productos del "economato militar" con otros procedentes del campo. Un día mi madre acudió a la iglesia de los Teatinos. Allí conoció a un tal padre Adrover, mallorquín por más señas, que fue su tabla de salvación. Y mira por dónde se trataba del cura cuya función, allá en 1936, era (con un pistolón en ristre) "traducir" las incendiarias soflamas del Conde Rossi durante su estancia en Mallorca.

En 1960, estando en Roma, entre otros quehaceres para visitar a mi padre, tuve noticias de que el tal padre Adrover vivía en la preciosa Basílica de San Andrea Lavalle. Fui a visitarle y le pregunté por el Conde Rossi. Estaba vivo. Fuimos a visitarle. Estrafalario, comediante, feliz de haberse conocido, fardando de sus amoríos en el Hotel Mediterráneo y de sus triunfos por haber puesto en cintura (léase asesinados) a los rojos mallorquines. Cuando, fruto de mis ardores juveniles (20 años), me atreví a llamarle asesino de modo suave y no alzando demasiado la voz, hizo una mueca extraña. Pero cuando se cabreó de verdad (no gritaba, rebuznaba) fue cuando le taché de fracasado. La historia no tuvo un final muy feliz.

Y ya metido en harinas, les relato las pequeñas historietas de mi regreso a Mallorca. En 1945, a punto de concluir la guerra, mi padre consiguió que un avión militar nos trasladara a mi madre y a mí a la isla. Él fue detenido, acusado, juzgado y condenado a prisión. Perdimos todo contacto con él hasta 1949. Me escolarizaron en los Jardines de la Infancia de la calle Teresas, a cargo de las monjas de la Pureza. Yo sólo hablaba y entendía italiano y mallorquín. Tuve mis problemillas con las monjas, pero también la suerte de encontrarme con una de ellas, conocida de mi madre, que me fue introduciendo en el ajo. Me quedan dos recuerdos de los Jardines de la Infancia. El primero, un enorme y precioso patio cuyo suelo era un magnífico mapa de España. Cada mañana, al llegar, formábamos filas en la escalera superior del patio/jardín y cantábamos el Cara al Sol. El primero que llegaba tenía el honor de ondear la bandera española. El segundo recuerdo es que con motivo de unos ejercicios espirituales (yo tendría 6 o 7 años) que nos impartió un jesuita me enteré (¡mi madre también se enteró!) del privilegio (?) que podía tener al poder ser escolarizado en Montesión por mi "buen hacer y entender".

Al terminar el curso, en 1949, se nos comunicó que teníamos que superar un "examen de ingreso" en el Colegio de Montesión. Nos citaron en un cutrillo Salón de Actos. Al fondo, una inmensa tarima con una mesa larga y tres señores sentados: el hermano Prades (un personaje en Montesión), Miquel Ferrer Flórez (profesor de Historia, catedrático e historiador) y el señor Planas (maestro referente para muchos alumnos). A los examinandos se nos sentaban en una silla a los pies de la tarima. Había que pasar un examen oral, sin cuestionario previo, un ejercicio de escritura, otro de matemáticas básicas y otro de lectura comprensiva. La inmensa mayoría aprobamos. Ya éramos mayores: habíamos "ingresado" en Montesión. Pero aquel verano del 49 me vi obligado a realizar un viaje inesperado a Italia, solito. Continuará.

Compartir el artículo

stats