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Antonio Papell

O gobierno, o fuera

Ea tesis está ya en la calle, circula por los recovecos de la opinión pública española y se ha plasmado ya en los principales medios de comunicación: los líderes políticos, que no estuvieron a la altura tras las elecciones del 20 de diciembre y que provocaron una innecesarias y perjudiciales segundas elecciones el pasado 26 de junio, siguen en la inopia y en la incompetencia, y ya manejan escandalosamente la hipótesis de provocar unas terceras elecciones por su incapacidad para habilitar una fórmula de estabilidad.

Llevamos siete meses sin gobierno, y tras el 26J, nuestros ínclitos dirigentes, en lugar de apresurar el paso para poner fin a la provisionalidad, contener la irritación de la gente y demostrar que no se despilfarra el dinero público que cobran, han comenzado una desesperante operación de tanteo, encaminada sobre todo a mantener sus posiciones relativas, a asegurarse una determinada cuota de influencia y a explotar en la mayor medida posible su posición actual, en un marco mucho más competido que antes en el que hay cuatro grandes actores en pos de los votos de la inmensa mayoría.

Pese a que era evidente que cualquier combinación de gobierno debía pasar por el entendimiento entre las dos formaciones de centro-derecha, que juntas suman 169 diputados, Rajoy y Rivera tardaron dieciséis días en citarse a hablar cara a cara el pasado día 12 de julio. Y los cuatro protagonistas principales del nuevo escenario parlamentario se hacen los interesantes ante los demás, sin soltar prenda sobre sus verdaderas pretensiones, como si estuviéramos planeando una partida de póquer en lugar de la formación de un gobierno.

No hace falta decir que, aunque los asuntos corrientes siguen su curso, la falta de gobierno es dañina para el país. De entrada, resulta altamente imprudente que se mantenga la inestabilidad en tiempos convulsos como los actuales, en los que España no es un actor en condiciones, capaz de intervenir en el momento adecuado. Además, la situación requiere una negociación a fondo con Bruselas para paliar los efectos del electoralismo que ha presidido el largo final del ajuste. Y es preciso abordar algunos asuntos de extrema gravedad como el déficit del sistema de pensiones, que ha dejado de ser sostenible (este año se prevé un exceso de gasto equivalente al 2% del PIB). En estas circunstancias, es reprobable de todo punto que los políticos en que descansa la gobernabilidad estén entreteniéndose en circunloquios vanos en los que siempre parece culpable de la demora el antagonista, como hacen los niños cuando tratan de evadir su responsabilidad ante la tutela paterna.

Ante la pasividad con que la clase política recibió los resultados del 20D, la ciudadanía enfatizó, probablemente con la nariz tapada, la superioridad del primer partido, que ciertamente no merecería demasiadas adhesiones por su trayectoria durante la legislatura (y tampoco actualmente: la lucha contra la corrupción sigue sin ser firme ni rigurosa). Pues bien: no debería ser tan difícil aceptar este mandato y volverlo operativo, aunque se haga con todas las condiciones, prevenciones y cautelas que la situación demande.

De cualquier modo, si los próceres que deberían gobernarnos son incapaces de encontrar la fórmula de hacerlo, tendrían que abandonar obligatoriamente su liderazgo y entregar sus partidos a la militancia para que los sustituya a efectos de ocupar el correspondiente cartel electoral. A tal fin, la sociedad civil debe expresarse con claridad por todos los medios a su alcance: elecciones, sí, pero con otros líderes. El Rey no se desviaría de su papel constitucional si también les mostrara ese camino en estos términos.

Naturalmente, si no atendieran el requerimiento, los ciudadanos siempre dispondríamos del recurso a la abstención para hacer notar la disidencia, único medio que nos queda de expresar nuestra indignación y de hacerla del todo funcional.

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