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Antonio Papell

La rotura del ascensor social

Es imposible dejar de ver un panorama sombrío en todo el orbe que se caracteriza por el ascenso imparable de los fundamentalismos religiosos, la irrupción de ideologías extremas y rupturistas, el ensayo de opciones antisistema y la exacerbación de todo ello en forma de traumatismos de toda índole, de violencia política e incluso de terrorismo. De un tiempo a esta parte, es difícil no establecer una cierta ilación argumental entre la aparición de Al Qaeda y posteriormente del ISIS, los fenómenos terroristas que afectan a Occidente, el surgimiento de partidos radicales y antisistema vinculados en muchos casos a la resistencia frente a las corrientes migratorias, la deriva del Brexit (impensable hace solo unos años) y la aparición de líderes heterodoxos al frente de tesis que casan mal con la tradición democrática de sus países, como es el caso del candidato Donald Trump.

Pues bien: algunos análisis vinculan este estado de cosas a la ruptura, a escala global, del ascensor social. Y más concretamente a la quiebra de la tendencia universal al crecimiento y el desarrollo a medio y largo plazo, que aseguraba desde hace varias generaciones mayor prosperidad a los hijos que a los padres, a los nietos que a los abuelos. Esta semana se ha publicado un estudio de la consultora McKinsey Global Institute titulado "¿Más pobres que sus padres? Ingresos planos o en disminución en las economías avanzadas", según el cual si entre 1993 y 2005 menos del 2% de las personas vio descender los ingresos, entre 2005 y 2014 ese porcentaje se ha levado al 65-70%. En este mismo periodo, han padecido la rebaja de sus rentas el 97% de los italianos, el 81% de los norteamericanos, el 70% de los británicos y de los holandeses, el 63% de los franceses y el 20% de los suecos.

La crisis de 2008 ha producido una gran precarización del empleo y una intensa devaluación salarial (sobre todo en algunos países muy afectados, como España), pero hay además otros factores que no son cíclicos sino que amenazan con cronificarse: el peso decreciente de los salarios en el PIB (el trabajo asalariado está en declive), el envejecimiento de la población y por tanto el descenso relativo de la población activa, y la gran revolución tecnológica, que conduce a una automatización creciente de los procesos productivos.

El problema, en definitiva, no es tanto que hayamos atravesado una mala coyuntura y que nos cueste superarla sino que estamos ingresando en una realidad nueva, en la que no habrá empleo para todos y en que no se podrá asegurar que el mercado sea capaz de asignar salarios crecientes a las personas y a las sagas familiares como hasta ahora. El informe McKinsey subraya que las transferencias públicas de los estados han paliado hasta ahora el problema, que hubiera sido mucho más grave sin los mecanismos del estado de bienestar que protegen a los desempleados, a los indigentes o en general a las víctimas del cambio, pero este efecto paliativo se acaba.

Estas realidades no han sido todavía interiorizadas por la política real de nuestros países, por lo que es obligada una reflexión intensa que derive en una adaptación a los nuevos tiempos. Cuando se habla de instaurar un salario básico universal, concepto que fue lanzado primero por partidos excéntricos y que sin embargo está llegando a todo el espectro, no se hace sino prevenir la situación ya mencionada de un empleo estructuralmente escaso, que obligará a sostener a quienes no lo consigan, no sólo por motivos humanitarios sino también para que generen demanda, que es motor de la actividad, del crecimiento económico. Naturalmente, entramos en campos muy complejos que deben analizarse y recorrerse con cuidado, pero también con urgencia porque, en estos asuntos, el futuro ya es hoy.

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