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Los amigos idos

Hace unas semanas pude asistir, entreverado de dolor y nostalgia, al homenaje que familiares y amigos organizaron en el Inem de Figueras (Girona), donde muchos de los allí congregados estudiamos en su día el bachillerato, para recordar al unísono a nuestro querido Pep Subirós, escritor, filósofo y activista cultural, fallecido a una edad que era, año más o menos, la de la mayoría de nosotros.

En aquellas entrañables horas no pude por menos que volver con el pensamiento junto a otros que en algún trecho de mi vida me regalaron su aprecio y también han seguido tras su muerte, como ocurrirá con Pep, vivos en la memoria. De alguno tuve ocasión de saber que le veía por última vez, sus ojos ya cerrados, y pude despedirme, lo cual no nos es dado hacer con aquellos de quienes nos alejamos sin percatarnos de que, tal vez, la distancia que nos separará pueda ser tan definitiva como la llorada en el aula del Instituto. Cada cual por su lado, tampoco los vivos solemos cobrar cabal conciencia de que, aunque en las calles sigan resonando nuestros pasos, esa es la única diferencia respecto a la muerte. Porque ya no estamos el uno para el otro ni habrá más futuro compartido que el que quizá procure, de vez en cuando, la súbita añoranza.

Son esas amistades, venidas todas de sopetón junto a Pep Subirós, unas amistades que el azar desunió aunque las hubiésemos querido presenciales y tan duraderas como nosotros mismos, las que motivan hoy estas líneas y es que, si la resignación es la única defensa frente a los amigos que sabemos perdidos para siempre mientras me empeño en aferrarme a la idea de que sólo se pierde definitivamente lo que realmente no se tuvo nunca, en el caso de los que se alejaron en vida para habitar otras geografías, la esperanza tendrá que convivir con esporádicas tristezas por lo que pudo ser, de haber seguido juntos.

Nos gustaría que la amistad y sus certezas, las bromas, ése conocimiento del otro que convierte en superfluas las explicaciones y el poder acompañarnos, satisfechos y a veces en completo silencio, no tuviera otro final que el que determine la provisionalidad de la carne y, sin embargo, todos hemos experimentado el acoso de unas remembranzas referidas al pasado compartido con compañeros del alma y, conforme la separación se dilata, reinterpretado con mayor añoranza, a caballo de unas pérdidas que nos proponemos subsanar aunque no sepamos cómo ni cuándo.

Y ni les cuento si perdemos la pista y no sabemos dónde llamar o a qué dirección mandar un email, ahora que (recordando a Gil de Biedma), de casi todo hace veinte años. O algunos más. No se trata de una visión sublime por mor de la memoria sesgada a conveniencia para recrear, al gusto del consumidor, unos compañerismos que a veces pudieron satisfacernos menos cuando vividos. Aludo hoy a esos con quienes transitamos, de quienes aprendimos, a los que entregamos algunos de nuestros mejores momentos y por los que habríamos aceptado cualquier sacrificio. Aquellos que cuando recobrados al recordar un gesto, un detalle, desovillan retazos de nuestra historia en la que ellos fueron coprotagonistas. Es posible que de regreso, de volver a vivirnos, ya nada fuese igual pero, como escribiera Carlos Pujol, hay que regresar para saberlo y, entretanto, las ausencias que en su día no se previeron, que sucedieron bajo la máscara de la transitoriedad, desvelan de vez en cuando el vacío que llenaban y en algún rato de soledad vuelven para mostrar lo que perdimos.

Yo tengo, como cualquiera de ustedes, caras y nombres que amé y de quienes no pude despedirme como hice con Pep Subirós a pesar de que, como él, habitan los sótanos de mi biografía y asoman sin previo aviso para traerme un algo de melancolía. Compañeros de Instituto o de noches de debate, copas y cigarrillos; interminables partidas de ajedrez? Colegas de trabajo o empeños varios, a quienes no he vuelto a ver desde que optamos por senderos distintos. Han quedado sus nombres o apodos, actitudes y, de la mayoría, su juventud militante y esperanzada que, como la mía, habrá mudado a una edad en que tal vez, de volver a encontrarnos, seríamos para el otro irreconocibles, aunque prefiera imaginarlos esperando el abrazo que nos devuelva por sobre canas y arrugas. Y es esta ilusión, pospuesta hasta ahora, la que me autoriza a negar los descorazonadores versos de la poetisa Pizarnik: "Los que llegan no me encuentran. / Los que espero no existen".

Ignoro si a diferencia de quienes sé definitivamente guardados en el baúl de los recuerdos, esos que habitan en la distancia volverán un día a darme su calor o sucederá lo de otro verso: que "El recuerdo aproxima / el agua a nuestros labios, pero el tiempo, / no nos deja beber". En todo caso, quizá convenga decirme[nos], a la espera de cualquier gozosa reencarnación, que recordar es también vivir. Dos veces. Y ello, por fortuna, reza también para con los difuntos.

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