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Eduardo Jordà

In memoriam

El misionero mallorquín Miquel Parets nunca escribió unas memorias ni nada que se le pareciera no le gustaba hablar de sí mismo, pero su vida habría...

El misionero mallorquín Miquel Parets nunca escribió unas memorias ni nada que se le pareciera no le gustaba hablar de sí mismo, pero su vida habría dado para cinco o seis novelas, y quizá me quedo corto. De toda la gente que he conocido y a mi edad, ya va siendo mucha, Miquel era la persona más valiente y más generosa que he podido tratar. Nunca tenía miedo, nunca perdía la calma. En Burundi lo intentaron matar varias veces una vez le encargaron el crimen a un pigmeo que tenía que matarlo a machetazos en un sendero rural, y en otra ocasión, en 1993, cuando se inició la guerra civil entre hutus y tutsis, consiguió evitar que una multitud enfurecida linchara a un destacamento de soldados que se habían refugiado en una iglesia. ¿Cómo lo hizo? Imposible saberlo.

Cuando hablaba de estas cosas, Miquel Parets evitaba todo énfasis. Si vivió todo eso, fue porque él sabía que su misión era estar allí, con los pobres, con los que no tenían nada, porque eso mismo habría hecho el Jesús del Evangelio. A finales de los años 70 lo expulsaron de Burundi por considerarlo un personaje subversivo "Si jo som subversiu, qui és subversiu és l'Evangeli, no jo", decía, y se fue a Perú, donde estuvo destinado en las zonas más pobres de los Andes. Cuando llegaron los tiempos de la guerrilla de Sendero Luminoso, Miquel se salvó de chiripa de ser fusilado por una patrulla del ejército en un pueblo perdido llamado Macarí. Su único crimen fue intentar proteger a las mujeres y los niños que habían sido acusados injustamente de colaborar con la guerrilla. Miquel nunca supo por qué se salvó. Un teniente se disponía a fusilarlo a él y a las mujeres y los niños cuando alguien dio la orden de detener el fuego. ¿Por qué lo hizo? Miquel no lo tenía muy claro. Unos meses después, en un pequeño aeródromo de los Andes, se encontró con el teniente que dirigía el pelotón de ejecución. Miquel se acercó a él y estuvieron hablando un rato. Le pregunté de qué habían hablado, pero nunca quiso decírmelo. Quizá fuera una especie de secreto de confesión.

Después de esa experiencia en Perú, Miquel volvió a Burundi. Y cuando tuvo que salir de nuevo de Burundi a causa de la guerra, se fue a un campo de refugiados de Tanzania. Una vez, mi padre y yo y el doctor José Francisco Forteza lo acompañamos al aeropuerto de Palma. Miquel se llevaba unos quince mil euros ocultos bajo la ropa para que no se lo robaran los aduaneros africanos. Acababa de sufrir un infarto, pero nada más curarse se empeñó en volver a África y destinar todo aquel dinero a los refugiados. Después tuvo que volver al Perú. Esta vez le tocó ser capellán de la cárcel de máxima seguridad de Lurigancho, en Lima, que es una de las más peligrosas del mundo. Había una zona del penal, conocida como Las Malvinas, en la que ningún policía ni funcionario había entrado desde hacía siglos, pero él podía pasearse tan tranquilo por allí sin que nadie le tocara un pelo. Como siempre, Miquel se hizo querer. Los presos le llamaban "el padre Miguelito", y en Lima se le conocía como "el papá de los presos". Una vez, Miquel me contó la historia del burrito Vergara, que no tenía expediente carcelario y por tanto no "existía" como preso, así que los demás presos le atribuían todos los crímenes y delitos de la cárcel. El burrito Vergara enfermó de sida y estuvo a punto de morir en el penal, pero Miquel logró sacarlo de la cárcel, y cuando me lo contaba, noté que su rostro se emocionaba porque aquellos presos de los que nadie se acordaba lo significaban todo para él.

No hace muchos años, Miquel Parets logró sofocar un motín de presos en Lurigancho. Como capellán de la cárcel, tenía el rango honorífico de comandante del ejército. El día del motín, cuando un contingente de soldados al mando de un capitán iba a asaltar la prisión, Miquel hizo valer su condición de superior "Soy su comandante, cuádrese ante mí" y entró en la cárcel en son de paz. No sé cómo, ejerciendo sus dotes de persuasión y sorprendiendo a todo el mundo por su incomprensible valor, él solo logró poner fin al motín. ¿Cómo lo hizo? Imposible saberlo.

Miquel Parets murió el 30 de mayo pasado en Lima. Tenía 84 años. En esta época de Youtubers e instagrammers e influencers aunque no se lo crean, existen todos estos oficios de papanatas, era bueno saber que Miquel Parets, el misionero de Santa Maria del Camí, vivía en este mundo. Y el mundo es mucho más pobre desde que él no está aquí.

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