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Eduardo Jordà

Invasión

Los grandes cruceros de turismo llevan muy poco tiempo en circulación en realidad no mucho más de diez años, pero para muchos de nosotros son...

Los grandes cruceros de turismo llevan muy poco tiempo en circulación en realidad no mucho más de diez años, pero para muchos de nosotros son tan insustituibles como Twitter o Facebook, dos realidades que también son muy recientes aunque no está muy claro que nos hagan la vida más fácil. Porque esos cruceros se están convirtiendo en una de las presencias más inquietantes con las que tenemos que enfrentarnos. Quien viva en una ciudad con puerto de mar está condenado a ver esas ciudades flotantes fondeadas en medio de la bahía, con sus quince cubiertas y sus cinco o seis mil pasajeros dispuestos a asaltar la ciudad en cualquier momento. Y es que, nos guste o no, ésa es la sensación: la de una ciudad que va a ser asaltada por una multitud desesperada y hambrienta y frenética y aburrida que desciende de un barco que más bien parece una de esas gigantescas plataformas espaciales de La guerra de las galaxias. Se mire como se mire, la sensación es la de una catástrofe inminente, como un choque con una amenaza extraterrestre que por razones inexplicables hubiera adoptado la forma de un barco. Una vez, en Nueva York, yo iba caminando por la 10ª avenida cuando vi unas chimeneas descomunales que sobresalían por encima de los rascacielos que daban al Hudson. Por un segundo tuve la sensación de estar viviendo una de esas películas de catástrofes que tanto gustan a los americanos, qué sé yo, Armageddon o Skyline o cualquier otra: una ciudad desconocida, con sus chimeneas y sus rascacielos, se estaba abalanzando contra Manhattan y enseguida iba a destruirnos a todos. Luego resultó que no era más que un crucero de quince cubiertas que se llamaba "Quantum of the Seas" y zarpaba con su alegre pasaje de jubilados rumbo al Caribe.

No es raro que esos cruceros estén despertando tantas y tantas suspicacias y que mucha gente se sienta amenazada por ellos (o por el turismo low cost que también invade las ciudades sin dejar casi ningún beneficio y saturando los servicios públicos). Incluso los nombres que tienen esos cruceros "Allure of the Seas", "Norwegian Epic", "Silver Cloud" remiten a un mundo de gigantismo y de ostentación que no tiene nada ver que con los hermosos nombres que se les ponía antes a los barcos. Joseph Conrad navegó en barcos que se llamaban "Otago", "Vidar" o "Palestine". Hoy en día, cualquiera de esos nombres daría risa, igual que todos los nombres de accidentes geográficos y de fenómenos naturales que estamos acostumbrados a asociar con los barcos de otros tiempos. Mi tío volvió una vez de Brasil en un trasatlántico que se llamaba el "Cabo San Roque" y que tardaba dos semanas en cruzar el Atlántico. Ahora viajaría en un crucero llamado, por ejemplo, "Crystal Serenity", en el que tendría a su disposición una pista de patinaje sobre hielo, un auditorio, varios casinos, un spa, un simulador de buceo y una ola artificial para practicar surf, aparte de un campo de golf, un bar atendido por robots, un simulador de Fórmula 1 y un planetario. Lo mejor, sin duda, es el planetario, aunque estoy seguro que mi tío se habría pasado varias horas fascinado en el bar atendido por robots. Ahora bien, lo del planetario es insuperable. En otros tiempos uno navegaba para ver las estrellas en alta mar, y de hecho mi tío se las conocía muy bien porque se había pasado muchas horas en una pequeña barca de vela que se llamaba "Colón" (otro nombre que hoy sonaría ridículo). Pero las cosas han cambiado tanto que ahora uno navega para ver las estrellas en alta mar, claro que sí, pero no desde la cubierta, sino desde un cómodo planetario con servicio de bar y aire acondicionado (y no descarto la atenta presencia de un robot que sirva cócteles e informe sobre los anillos de Saturno en dieciocho idiomas distintos, incluido el esperanto).

Yo he crecido viendo barcos atracados en la bahía de Palma, y para mí ese recuerdo es uno de los más hermosos que tengo, sobre todo cuando los barcos se engalanaban por las noches y hacían sonar las sirenas. Pero cuando vi el primer crucero de diez cubiertas fondeado en la bahía, pensé que habíamos entrado en una nueva era de gigantismo y fealdad de la que difícilmente íbamos a salir indemnes. Y en esas estamos. Las ciudades portuarias tienen una larga tradición de amenazas llegadas del mar. Y esos cruceros con planetarios y simuladores de pistas de Fórmula 1 están contribuyendo a crear mucho malestar. Mal asunto.

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