Permítaseme, modestamente, la composición en primera persona del presente capítulo. Viví los espinosos inicios de la carrera profesional taurina hasta quedarme a las puertas de doctorarme en tauromaquia tras haber debutado con los del castoreño.

Sentí en mis carnes el sabor dulce de los triunfos, la amarga desolación de los fracasos y el dolor de la cornada de un novillo de José Escolar que me atravesó el muslo derecho en tierras toledanas. Sostuve apresuradamente en mis propios brazos a compañeros de terna que cayeron gravemente heridos hasta depositarlos en la fría camilla de la enfermería de una plaza de toros, para seguidamente salir de nuevo al ruedo con la dureza que ello conlleva. A pesar de todo lo vivido en primera persona y pasados los años, me sigo estremeciendo cuando se hace presente el más agrio drama de la fiesta.

Esa dureza que suponía enfrentar cada tarde un nuevo paseíllo, sumada a los interminables factores negativos con los que cualquier torero afronta sus inicios, me privaron, por desistimiento, de alcanzar algún que otro sueño. Hoy, con una asentada profesión al margen de lo taurino y desde otra perspectiva muy distinta a la de enfundarme el vestido de torear; con la experiencia y conocimientos que me brinda lo vivido, afligido por la actual dramática circunstancia de la fiesta de los toros, me planteo esta meditación.

El sábado, el torero Víctor Barrio caía inerte en el ruedo de la plaza de toros de Teruel. Impactado al ver el percance, el inevitable recuerdo de El Yiyo se me hizo presente. La historia se repetía. Un joven espada con aptitudes para llegar a ser figura del toreo era mortalmente corneado al atravesarle el astado el corazón.

Al igual que sucediera con El Yiyo, nada pudo hacerse a su llegada a la enfermería. El Yiyo en 1985 y Manolo Montoliú y Ramón Soto Vargas en 1992 preceden en los ruedos españoles desde hace tres décadas el infortunio de Barrio, un toro les parte el corazón y es inevitable la tragedia.

La cara más cruel de la fiesta. La cruda grandeza del toreo vuelve a hacerse presente.

La reflexión es obvia: una plaza de segunda categoría, con un público festivo, con un toro terciado que trunca la vida de una figura en ciernes se entremezclan con los juicios y prejuicios y, en ocasiones, la infravaloración por la profesión de torero. Y es que mientras tanto, los críticos en materia taurina o el riguroso y quisquilloso aficionado exigimos implacables la presencia e integridad de las reses a lidiar sea cual sea el lugar día y hora, enterrando en ocasiones de nuestra memoria la realidad de que la muerte es fiel compañera que flanquea los toreros de oro y de plata cada tarde. Pero, y permítaseme la dureza de mis palabras: esto es así. Debe ser así.

Esa es la grandeza, la cruda grandeza del toreo. Una dura profesión en la que paradójicamente el toro que se embarca en la ganadería con destino a la plaza para morir, es el único animal que tiene la oportunidad de ganarse la vida mediante el indulto y regresar al campo, tras demostrar su bravura durante la lidia, mientras que el torero, que se dirige a la plaza dispuesto a salir de ella triunfante expone su vida, porque así lo exige su profesión, con la posible trágica consecuencia de dejarla allí mismo. Paradoja de la fiesta.

Es sin duda alguna la muerte de Víctor Barrio en la plaza de toros de Teruel la que engrandece una vez más la fiesta, enaltece su profesión y dignifica y encumbra a todo aquel que se viste de luces. Capítulo aparte merece la que es también la otra cara más cruel del ser humano, que se manifiesta con salvajes comentarios en redes sociales. Calificarlos sería un elogio que ni siquiera merecen sus desalmados autores. Falsos animalistas que ponen la vida de un animal irracional, de una fiera, por encima de la de un hombre cuya vocación es hacer arte frente al peligro cierto de un toro bravo. DEP Víctor Barrio.

* Crítico taurino