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Matías Vallés

El votante siempre tiene razón

Abundan los regímenes en que no prima el axioma de la solvencia indiscutible de los electores, pero nadie se atrevería a tachar a estos países de democráticos

De repente, los votantes españoles no están a la altura de los políticos con dicho pasaporte, y mucho menos de la excelsa estatura de los analistas incandescentes. Al acudir a las urnas, los electores se distraen con opciones emergentes, o no distancian suficientemente a la lista más votada. No se han emancipado del bipartidismo, sino del partidismo a secas. La masa votante fue creada para delegar, no para tomarse la democracia por su mano. Sus dictámenes recientes son más ambiguos que el oráculo de Delfos, se niegan a apoyar a las siglas de toda la vida. Se han vuelto incontrolables, no se les encauza ni mediante los big data. Desde estos presupuestos, no cabe extrañarse de que triunfe el veredicto inaugurado por Artur Mas cuando unas elecciones catalanas les salieron torcidas: Los votantes se han equivocado. O en su versión radical: Los votantes han votado. La papeleta en la urna vuelve a ser peor que un desafío, es un error.

Mientras la Gran Coalición deja paso a la Gran Abstención, es obligado repescar al Dürrenmatt de "qué tiempos, en que hay que luchar por lo evidente". El dogma básico proclama que el votante siempre tiene razón, aplauda o denigre las centrales nucleares. Abundan los regímenes en que no prima el axioma de la solvencia indiscutible de los electores, pero nadie se atrevería a tachar estos países de democráticos. Aquí mismo, el único punto de convergencia entre partidos antagónicos es el escaso fuelle de los participantes en la fiesta electoral del 26J. Hasta los neófitos de Podemos consideran que en sus adeptos se ha infiltrado el germen de la duda.

Tómese como ejemplo incendiario en Podemos al antaño flemático general Julio Rodríguez, con el célebre tuit postelectoral en el que sentenciaba que "la mitad de los electores no quieren ningún cambio. No creen en la ética, y eso... empieza a ser peligroso". Lo peligroso es escuchar palabras tan desasosegantes, de labios de un alto cargo uniformado y armado. No se requiere ninguna ética para votar, y mucho menos para triunfar en la política desde la inmensa mayoría de partidos del espectro. La suma de millones de opiniones cancelará los errores, y nadie tiene más razón que otro. Este aserto elemental queda tan distante que parece evangélico, cuando preside todas las declaraciones de derechos humanos que los partidos refrendan sin necesidad de leerlas.

El PP celebra la recuperación de centenares de miles de votantes, pero a cambio de olvidar la consolidación del extravío de otros millones de suscriptores a quienes supone errados. El PSOE considera resignado que ya ha perdido a todos sus electores de izquierdas, por lo que no pagará ningún precio por apoyar a Rajoy. El presidente en funciones se siente tan desasistido por sus seguidores habituales que ha de recurrir a Felipe González, para que le permitan continuar en La Moncloa. No se conforma con el voto del histórico líder socialista, encima le obliga a rubricar manifiestos públicos de apoyo. En la era de la democracia clásica, un candidato de la derecha causaría inmediata repugnancia a su grey si gozara del refrendo de "váyase señor González".

La descalificación del votante no es aséptica. Los líderes de los cuatro partidos dominantes pretenden acallar la evidencia de que, en cualquier otro país, los resultados en las dos últimas elecciones obligarían a dimitir a tres o cuatro de ellos. En la obligada comparación, el Reino Unido ha llevado demasiado lejos la retirada de los políticos tras un resultado demoledor en las urnas. El referéndum del brexit no solo se ha cobrado las cabezas de perdedores como David Cameron. También han caído vencedores como Nigel Farage y Boris Johnson. Por lo menos, el exalcalde de Londres se despide con un veredicto que desagravia a los votantes. "El veredicto de la historia será que los electores británicos acertaron". Suena a Churchill, pero es redundante. Los electores no pueden fallar, por definición.

Los analistas han aportado su entusiasmo al descrédito del votante, porque bajo sus pretensiones teóricas lo identifican con el cuñado pegajoso. O con el cónyuge que acaba de abandonarles. En la fértil cosecha de textos que ponen en duda la calidad del votante español, ni uno solo de los firmantes se considera incluido en la categoría de electores despreciables que denuncia. La estadística nos enseña que la mayoría de personas se consideran mejores conductores que la media. Los equivocados son los demás, un dictamen del 26J que navega entre la autoconmiseración y la autocomplacencia. A propósito, quien no lea este artículo, se equivoca.

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