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Antonio Papell

Cataluña quiere irse

El 'Fernandezgate', la filtración de las conversaciones mantenidas por el ministro del Interior, Fernández Díaz, con el director de la Oficina Antifraude de Cataluña, un magistrado elegido por el Parlamento autonómico por mayoría cualificada, han constituido un episodio sórdido, en que los fluidos más hediondos que transitan por las cloacas del Estado han aflorado súbitamente a la superficie para contaminarlo todo, lo que ha proporcionado potente munición al independentismo. La reacción de los sorprendidos en falta, defendiendo incluso su virtud y protestando airadamente por la filtración, ha terminado de contaminar el paisaje y de irritar a quienes defienden, legítimamente, que serían más libres, más felices y más ricos si se fuesen de España.

La pasada semana, en efecto, durante la sesión de control al gobierno de la Generalitat, el presidente de esta institución hizo un llamamiento encaminado a acelerar el proceso de Cataluña hacia la independencia, tras las revelaciones sobre las "cloacas del Estado" y la amenaza de juicio a Artur Mas por la consulta del 9N: "Hemos de irnos lo más pronto posible", dijo al auditorio en tono melodramático. Según el presidente catalán, "es muy sangrante que mientras esto pasa y el ministro se escapa de dar explicaciones en el Congreso" por haber hecho uso "de manera ilegal y abusiva de las instituciones democráticas, como la judicatura y la fiscalía", haya trascendido que el expresidente catalán Artur Mas y las exconsejeras Joana Ortega e Irene Rigau "serán enviados a juicio por haber permitido el ejercicio de la democracia", con la consulta soberanista del 9N. "¿Qué podemos hacer? -prosiguió-. Irnos lo más pronto posible, porque en un Estado así no podemos durar mucho más. Como decía un demócrata madrileño hace un par de años, impotente ante la imposibilidad de cambiar las cosas: vascos, catalanes, huid vosotros que podéis".

Es evidente que el soberanismo no es demasiado escrupuloso a la hora de emitir juicios de valor en su propio provecho porque los dos asuntos que cita Puigdemont no son equiparables: que la justicia haga cumplir las leyes es difícilmente objetable aunque escueza; que el ministro del Interior adopte actitudes que parecen sugerir la fabricación de pruebas para comprometer a enemigos políticos es sencillamente inaceptable, una bajeza moral incompatible con la idea misma de Estado de Derecho, de democracia occidental.

Sea como sea, la formación del nuevo gobierno tiene que representar un tratamiento mucho más escrupuloso y delicado de la cuestión catalana por parte del ejecutivo central, que se ha comportado en este asunto con una grave insensibilidad. No se trata, ni mucho menos, de condescender con un independentismo que tampoco ha guardado las formas y que en ocasiones ha tenido desahogos delirantes sino de reconocer que el contencioso abierto ha de resolverse mediante la negociación, el pacto y las reformas -constitucional y del sistema de financiación- pertinentes.

La adopción de este camino de conciliación y resolución del conflicto requiere, en definitiva, acometer el asunto y no utilizar por más tiempo la táctica de la inhibición, que, aunque ha podido ser efectiva para desactivar el independentismo más belicoso, está llenando de decepción a los catalanes que, sin sentir la vocación soberanista, piensan que España los humilla y los posterga. En definitiva, no se trata de dar oxígeno a la minoría partidaria de la ruptura, que seguramente tiene cada vez menos masa crítica para provocarla, sino de normalizar la relación de las instituciones con la sociedad civil catalana, que piensa mayoritariamente que el sistema de organización territorial actual no satisface las necesidades ni colma las aspiraciones de los ciudadanos.

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