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Matías Vallés

Al Azar

Matías Vallés

A quién recibe el ministro

Para no volver a disolver las Cortes, hay que disolver la política. En los tortuosos manejos que procuran transformar a Rajoy de candidato poco votado en líder providencial, se nos asaetea con un rosario de entrevistas y declaraciones eufemísticas. Con todos los respetos, nos importa un comino la agenda del presidente en funciones. El futuro de España se juega en las reuniones que pueda mantener Jorge Fernández Díaz, durante estas jornadas de incertidumbre. Las maquinaciones del ministro del Interior contra partidos democráticos, en vísperas del pseudorreferéndum catalán, le rodearon de una aureola sobrenatural. Su portentosa labor de zapa se tradujo lógicamente en un aumento de votantes a su candidatura.

Pues bien, vuelve a repetirse una circunstancia peliaguda, en que el PP necesita neutralizar el rechazo expreso a Rajoy de nueve millones de votantes de Ciudadanos y PSOE. No pretendemos minusvalorar la ingente tarea seductora de los analistas que falsifican el resultado de las urnas, para otorgar la irreversibilidad a la investidura del presidente falto de votos. Sin embargo, para arrastrar a los ahora sedicentes socialistas no basta con la aterciopelada persuasión, necesitamos la brutal disuasión. Los populares han de requerir la intervención de su ministro para todo. Un buen dossier con alegaciones infamantes, en manos de periodistas obedientes, suple con creces a decenas de reuniones infructuosas.

La clave no radica en retratar a quien se sienta con Rajoy en La Moncloa, sino en saber a quién recibe en su despacho Fernández Díaz. El ministro es el Señor Lobo de Pulp fiction, el Saul Goodman de Breaking Bad, y nunca ha defraudado cuando se necesitaba un escándalo sin sustento. El PP ha de obtener mediante negociaciones la victoria que no acreditan las urnas. Si nuestros detectores vibrátiles de juego sucio detectan un cambio repentino de juicio en los interlocutores de Rajoy, sabremos que se han llevado a cabo las reuniones imprescindibles para que se imponga el buen criterio. La política está más dopada que el deporte, pero no por ello ha perdido un átomo de su poder de fascinación.

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