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Somos invitados

Leyendo las jugosísimas conversaciones entre la periodista francesa, Laure Adler, y el cultísimo y siempre estimulante George Steiner, me encuentro con una cita de Heidegger, que dice: "Somos los invitados de la vida." Es ésta una afirmación tranquilizadora, pues nos recuerda lo saludable que resulta un cierto desapego y, a la vez, esa cortesía que todo buen invitado debe practicar. Steiner es un judío que celebra la diáspora y rechaza el nacionalismo y el fervor de lo autóctono. Uno tiene piernas y no raíces. De ahí que Steiner siempre nos recuerde la importancia de sentirse un judío literalmente errante, un ser que vagabundea y es casi siempre bien recibido. Luego, como todo buen invitado, hace pulcramente las maletas, se pone a limpiar y a ordenar la habitación adjudicada y, antes de partir, echa un vistazo algo melancólico a la estancia que está a punto de abandonar, cierra con suavidad la puerta y sale. Ocurre un poco como en la vida misma. Estamos de paso, pero no por ello vamos a comportarnos como cafres, sin cuidado por las cosas y las personas, por las palabras y los cuerpos amados. Un invitado se porta con elegancia, agradeciendo los días vividos, saludando al respetable y abandonando el lugar. Es hermosa esa imagen del invitado de la vida. No somos propietarios, pues hemos sido de algún modo arrojados al mundo y nacimos donde nacimos. No hay mérito alguno en ser autóctono. Si uno cree que eso conlleva mérito alguno o superioridad sobre otro, entonces estamos a un paso de reaccionar al modo del pistolero inglés, votante de UKIP, que disparó a Joe Cox al grito de "England, first".

Leer a Steiner siempre oxigena, nos libera de la tentación del chauvinismo y demás cerrilismos. Nos hace menos brutales. No olvidemos que fue el cosmopolitismo judío una de las causas que llevaron a los defensores a ultranza de lo propio a darles caza y captura y, en fin, a borrarlos del mapa. Envidiaban su agilidad y libertad de movimiento, su capacidad de adaptarse a cualquier medio y, además, de prosperar y destacar en numerosos campos, desde la ciencia hasta el arte. No tenían patria que defender, ya que su supuesta patria residía en el mismo mundo y podían establecerse tanto en Varsovia como en Nueva York, en Lisboa como en Buenos Aires. Leer las consideraciones de Steiner siempre supone una inyección de saludable desapego por los asuntos estrictamente nacionales. Steiner está en el mundo, en cualquier parte del mundo como si estuviera en su casa. Lo raro sería verlo atrincherado en un Israel armado hasta los dientes y en permanente tensión, defendiendo un discurso feroz en contra del vecino. Es un nómada de pensamiento, un alumno que sigue aprendiendo a pesar de su provecta edad, un invitado de la vida que sabe que apropiarse de las cosas no deja de ser un acto de grosería, un acto impúdico. Practica la sutileza del buen invitado. Pero no es ingenuo, y sabe que su discurso es un discurso privilegiado, que puede decir lo que dice porque no habita en ese Israel casi siempre en pie de guerra. Todo esto lo expresa desde su confortable despacho de Cambridge, y esa sinceridad le honra.

Uno podría enumerar un sinfín de muestras de esa inteligencia siempre aguda. Estas conversaciones son una delicia y darían para largo, pero me quedo con esa idea del invitado, pues en esa idea late otra idea muy sugerente y que amplía la de invitado: la hospitalidad. Semanas atrás leí una entrevista a Régis Debray en la que establecía una atractiva analogía entre piel y frontera. No rechazaba de plano la frontera. Al contrario, la consideraba necesaria como necesaria es la piel para los humanos. Sin piel, sin filtro, la carne ardería. Sería insoportable. La analogía, en su momento, me pareció sugestiva, aunque tal vez algo forzada. Pero la verdad es que un mundo sin una mínima frontera, sin una cierta distancia, es decir, sin piel, favorece la invasión y el abuso de poder. De ahí que ese filtro, esa película que nos protege de vivir en carne viva sea necesaria.

Ahora mismo, podría retirarme a mis aposentos y dejar a solas a Steiner y a Debray para que pudiesen discutir a sus anchas sobre el concepto de piel y frontera. Un filtro no es un muro, sino una forma inteligente y sensata de hospitalidad. Por otra parte, sigo leyendo a Steiner y me siento cada vez más a gusto en este país de apátridas que me propone.

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