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Antonio Papell

El multipartidismo es moderación

En las democracias muy asentadas y con una nivelación ideológica muy notable, como las anglosajonas, el bipartidismo más o menos perfecto es sin duda el modelo idóneo para la representación política. En los Estados Unidos, el sistema presidencialista ha dado un resultado espléndido, gracias a la cultura democrática de los norteamericanos y a la eficiencia de un modelo dotado de suficientes frenos y contrapesos checks and balances para evitar desequilibrios estridentes. La doble legitimidad del parlamento y del jefe del Estado, ambos procedentes del sufragio universal, obliga a un desarrollo cauteloso de los procesos legislativo y ejecutivo, que acaban siendo una síntesis de las posiciones en conflicto.

En España, los artífices de la transición optaron por establecer el conocido bipartidismo imperfecto, vinculado a una proporcionalidad electoral corregida mediante la ley d'Hondt. Y el modelo ha sido operativo durante un largo periodo de tiempo de relativa normalidad sociopolítica e institucional, pero ha hecho agua rápidamente en cuanto ha habido que superar una grave crisis de consecuencias demoledoras para los equilibrios económicos y para el bienestar social.

El sistema electoral español vigente ha sido compatible con el surgimiento de dos nuevos partidos, aunque por la mencionada corrección de la proporcionalidad resultan injustamente tratadas electoralmente las opciones que están en tercer y cuarto lugar. Ello hace pensar que se llevará a cabo una reforma de la ley electoral en la próxima legislatura para mejorar la proporcionalidad; reforma demandada desde hace tiempo por la opinión pública. Y ante este cambio de modelo, cabe preguntarse cuál será el efecto del pluripartidismo, ya definitivo, en la política española.

En principio, cabe suponer que el proceso político se moderará. La razón de ello es fácil de entender: en un sistema cuatripartito como el que se perfila aquí, los gobiernos habrán de ser de coalición, y por razones obvias los pactos posibles serán entre las dos fuerzas centristas o entre una de las opciones más escoradas a babor o a estribor y la formación de centro-derecha o de centro-izquierda que corresponda. En nuestro caso, las coaliciones más racionales serían la formada por las dos formaciones intermediaas PSOE y Ciudadanos, así como la PP-Ciudadanos y la PSOE-Podemos. Quiere decirse, en fin, que cualquier mayoría de gobierno que se forme estará integrada por al menos un partido centrista.

Este esquema evolutivo evitará siempre en el terreno abstracto de la teoría los movimientos pendulares, que sí son posibles y hasta habituales en los sistemas bipartidistas, en que un cambio de mayoría puede suponer la reversión de muchas de las decisiones adoptadas y de las reformas emprendidas en el último periodo. Volviendo a nuestro caso concreto, si se mantuviese el mapa parlamentario surgido de las elecciones del 20 de diciembre, la presencia del PSOE y de Ciudadanos moderaría y mitigaría la polaridad PP-Podemos que, de plantearse sin otros actores, conduciría a vaivenes inaceptables y pondría incluso en riesgo al modelo ya que la democracia, que es el método más civilizado para la resolución de conflictos, no funciona cuando las posiciones de los antagonistas son extremas y por tanto irreconciliables.

En política, la evolución de los acontecimientos es lógicamente impredecible pero cabe aventurar que este nuevo modelo, impuesto por la ciudadanía tras el desastre de la crisis, caracterizada por una pésima gestión política y por una corrupción detestable, puede proporcionarnos una política mucho más sutil y matizada que anteriormente, con debates más creativos y fecundos que antaño. Ahora tan solo falta que los viejos y nuevos actores se aclimaten a la nueva situación, comprendan la obligación de negociar y pactar y pongan en marcha una maquinaria institucional recién estrenada pero muy experimentada en nuestro ámbito político y cultural.

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