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Eduardo Jordà

Derecho a decidir

Hace tiempo, alguien me contó que un vecino de su bloque, en una reunión de comunidad, propuso cavar un pozo bajo el edificio para obtener agua gratis. Por lo visto, el hombre decía haber detectado un río subterráneo que pasaba por allí. Y por supuesto, él mismo se ofrecía a excavar el pozo a muy buen precio. Y lo peor fue que aquel chiflado estuvo a punto de ganar la votación, ya que logró convencer a algunos vecinos casi todos jubilados con la idea de que aquel pozo iba a ahorrarles mucho dinero. Por suerte, otro de los vecinos era ingeniero y consiguió tumbar la propuesta. Pero si no llega a ser por él, es muy probable que el chiflado que decía haber descubierto un río subterráneo hubiera ganado la votación.

Todos los que han ido a una reunión de vecinos saben que ocurren estas cosas abundan los chiflados y sus propuestas suelen tener éxito, sobre todo si prometen importantes ahorros de dinero, pero a pesar de todo eso, hay doctrinas políticas que mantienen una fe ciega en la capacidad de decisión de la gente. Y como consecuencia de esta fe ilimitada, algunos partidos de la nueva (vieja) izquierda predican que todo debe someterse al veredicto de los ciudadanos, aunque sean complejas cuestiones técnicas de las que casi ninguno de nosotros sabe nada. Es lo que se llama democracia participativa o también democracia directa. La democracia real, en definitiva, y no la corrupta democracia de nuestros inútiles representantes políticos, etc.

Su ejemplo es Suiza, donde cada dos por tres se convocan referendos sobre los temas más diversos. En estos últimos diez años los ha habido sobre la agricultura transgénica, sobre el tratado de Schengen, sobre la legalización del cannabis, sobre la libertad de movimientos a ciudadanos búlgaros y rumanos (vaya tufillo desprende ese referéndum, por cierto), y también sobre la construcción de mezquitas, sobre los impuestos cantonales, sobre la deportación de delincuentes internacionales, sobre la tenencia de armas en los hogares o sobre los impuestos especiales al uso de combustibles de aviación. En el último referéndum, los suizos rechazaron una iniciativa popular que pedía una renta mínima de 2.300 euros para todos los ciudadanos.

Vale, muy bien. Pero si yo fuera suizo no habría sabido qué votar en casi ninguno de esos referendos. Salvo en la cuestión del cannabis, que tengo muy clara, no tengo ni idea de agricultura transgénica ni sé muy bien lo que decía el tratado de Schengen. Y ya sólo de pensar en lo de los impuestos a los combustibles de aviación me entran mareos. ¿Y las mezquitas? ¿Y los ciudadanos búlgaros y rumanos? ¿Y los impuestos cantonales? ¿Y la deportación de delincuentes? Y yo qué sé. Es más, preferiría que nadie me hiciera esas preguntas. Que sean nuestros representantes políticos los que resuelvan estos problemas.

Los defensores de los referendos aseguran que mejoran la calidad de la democracia, pero es dudoso que sea así. En realidad, estos referendos suelen crear muchos más problemas de los que pretenden resolver. Basta pensar en el referéndum británico sobre la salida de la Unión Europea. ¿Es lógico que una cuestión tan grave se someta a un voto en el que sólo se puede decir sí o no? Mucha gente votará por prejuicios contra los inmigrantes o por campañas histéricas de algunos demagogos o por falsedades que se han hecho pasar por verdades que nadie ha sabido desmentir. Y para empeorar las cosas, David Cameron ha convocado este referéndum sin exigir un mínimo de participación ni una mayoría cualificada, con lo que un 30% de la población puede decidir por todo el resto. Un desastre. Al convocar este referéndum, David Cameron ha demostrado ser uno de los peores gobernantes de Gran Bretaña desde los tiempos de sir Neville Chamberlain (aquel señor que intentó apaciguar a Hitler en Munich). En mayo de 1940, cuando el ejército expedicionario inglés había sido derrotado en Dunquerque por los alemanes, casi toda la clase política inglesa era partidaria de firmar una paz con Hitler. John Lukacs lo contó en un libro memorable (Cinco días en Londres). Churchill, él solo, se negó a firmar la paz y decidió seguir combatiendo. Si David Cameron hubiera estado allí, es fácil adivinar lo que habría hecho: convocar un referéndum. Y el resultado también es muy fácil de adivinar. ¿Qué idiota hubiera votado seguir luchando cuando todo parecía perdido?

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