Nos gusta sentirnos diferentes. De hecho, la mayoría creemos que lo somos en alguna medida. La percepción personal de la diferencia se cultiva. La cultivamos de muchas formas. El aspecto físico incluyendo la vestimenta en todas sus variedades es una de las más evidentes. Hay otras posibilidades, por ejemplo, la forma de expresarnos, de argumentar o de comportarnos en público y en privado. Además de rasgos de nuestra personalidad, marcan esa diferencia que nos hace sentirnos especiales y reforzar nuestra individualidad cuando somos adultos.

De entrada, pues, ser percibidos y percibirnos como diferentes no debería ser algo negativo. La cuestión, sin embargo, es cuándo ser percibido y tratado como diferente puede convertirse en un calvario. Ello condiciona el desarrollo psicoemocional en todas sus dimensiones, tanto en el presente como en futuro. También en todas las etapas evolutivas, en la infancia, la adolescencia y en la adultez. La vida personal tiene un recorrido muy arduo para quienes no pueden despegar ni despegarse del estigma social. Un estigma que les hemos endosado a base de insistirles en que son diferentes a nosotros y a los demás. Insistirles, desde luego, en que no nos gusta esa diferencia, bien sea por razones de procedencia social, de expresión de la sexualidad, culturales, religiosas, etc. Hay tantas posibilidades como percepciones negativas, generalmente compartidas grupalmente. Muchas de ellas muy extendidas y de naturaleza transcultural y, en algunos casos y culturas, con resultado de muerte.

La aceptación de la diferencia no depende solo de nosotros, claro, aunque depende también de nosotros. La manera en la que afrontamos y acompañamos la expresión de la individualidad, tanto en el contexto íntimo de la familia como a nivel social, tendrá mucho que ver con el sufrimiento que le espera o no, a la persona que hacemos sentir diferente. Tendrá también mucho que ver con el nivel de vulnerabilidad en el que vamos a colocar a esa persona por el hecho de mostrar una diferencia que nos resulta incómoda, y que valoramos y proyectamos como negativa.

Recientemente hemos tenido la fortuna de acceder al proyecto educativo de aceptación familiar, orientado a dar apoyo a las familias de jóvenes LGTBI, liderado por Caitlin Ryan de la Universidad del Estado de San Francisco. El riesgo de victimización y de estrés de estos jóvenes en la familia, la escuela y la comunidad es muy elevado. También sus consecuencias a nivel evolutivo y de salud mental. El nivel de estigma social hacia este colectivo tiene consecuencias muy negativas, que pueden agravarse en contextos de alto rechazo y negación en determinadas culturas y religiones. Ello puede afectar a nivel personal en diferentes formas y con diferente nivel de riesgo, entre otros, de consumo de drogas, depresión, suicidio, abandono del hogar, y problemas de salud sexual incluyendo el VIH.

Tradicionalmente en este ámbito, el papel de la familia ha sido muy mal comprendido. Sin embargo, abordar el tema de forma positiva en la familia es el primer nivel de ayuda y apoyo para los y las jóvenes de este colectivo. La reacción familiar inicial y su abordaje de forma positiva frente a la evidencia, es un elemento crítico que ha sido identificado en la literatura científica como protector del riesgo. Es por esa razón por la que, trabajar de manera positiva la reacción familiar de rechazo o ambivalencia a la de aceptación y celebración, es también una oportunidad para dar apoyo y refuerzo a la familia. Es ayudarla a entender el impacto que la aceptación positiva de la orientación sexual de su hijo o hija tiene y tendrá consecuencias en su bienestar, dado que existe una relación positiva muy elevada entre la aceptación familiar y el nivel de salud mental de los hijos e hijas LGTBI. Queda en nuestra mano dar un paso adelante. Comprender que sentirnos diferentes o creernos diferentes no tiene porque ser negativo, tampoco ligado a la orientación sexual.