Las cifras estadísticas que trazan la cartografía de la violencia de género en nuestro país resultan espeluznantes. En 2015, según los datos facilitados por el Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género, 64 mujeres fueron asesinadas en España y cerca de 125.000 denunciaron haber sufrido algún tipo de agresión machista. Son números difíciles de digerir y que apuntan hacia un problema de enorme magnitud y difícil solución. Una importante encuesta llevada a cabo en 2014 por la Agencia de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (FRA) dibuja el atroz retrato de la extensión de este drama: en las 42.000 entrevistas realizadas a mujeres de 28 países europeos, un 5% declaró haber sido violada alguna vez en su vida y un 33% reconoció haber sido víctima de actos de violencia física o sexual. Son datos que no se alejan mucho de los ofrecidos hace un año por la Asociación de Universidades Americanas (AAU) y que indican que un 20% de las estudiantes universitarias de los Estados Unidos han padecido agresiones sexuales. Estas cifras nos hablan de millones y millones de víctimas, muchas veces ocultas bajo el velo de la vergüenza o de los tabúes culturales, y reclaman, sin mayor dilación, una decidida batería de políticas de Estado.

El pasado domingo fue asesinada en el Port de Pollença Lucía Patrascu, de 47 años, apuñalada por su marido, Ioan Ciotau. Sucedió en el domicilio familiar, mientras su hijo dormía en la habitación contigua, cuatro horas después de que la víctima acudiera a pedir auxilio a un cuartel de la Guardia Civil. Las preguntas que se abren ahora son muchas y nadie se explica por qué no se pudo evitar el crimen. ¿Fue acaso un error de cálculo? ¿Una negligencia? ¿Un problema de comunicación entre las partes? Quizá nunca lo lleguemos a saber pero, mientras se está a la espera de los resultados de la investigación interna encargada por la Guardia Civil, este trágico error ejemplifica todo lo que funciona mal en la prevención de la violencia de género y nos obliga a reflexionar como sociedad y, sobre todo, a exigir una actuación inmediata y contundente de los poderes públicos.

Frente al mal no caben las medias tintas ni espacios moralmente neutros. Las políticas de Estado son aquellas que implican a toda la ciudadanía y a sus instituciones y que no admiten el fracaso ni el derrotismo como solución. Sin una causa única, resulta evidente que hay trabajar tanto en la prevención como en la protección de las víctimas y en la persecución de los criminales. Esto requiere en primer lugar una labor decidida en los centros de enseñanza, ya que los datos estadísticos muestran que los patrones de conducta machista entre los jóvenes tienden al alza. En segundo lugar, se deben incrementar los medios públicos que faciliten la detección precoz de los casos de abuso y maltrato, y que permitan a su vez una inmediata protección de las víctimas. Y en tercer lugar, el endurecimiento de las penas a los agresores serviría, al menos, para subrayar la importancia que el Gobierno concede a la erradicación de este crimen contra la humanidad que es la violencia de género. Por supuesto, nada de todo esto será suficiente si nosotros como ciudadanos no asumimos nuestro deber frente a este grave problema. Y nuestro deber consiste en no callar, en no mirar hacia otro lado, en no escondernos detrás del cómodo parapeto de la inacción, el escepticismo o el desinterés. La violencia machista, como cualquier otro crimen contra la humanidad, nos implica y sólo con la colaboración de todos se podrá erradicar.