La historia es sabida. De 1976 a 1983, la dictadura militar argentina, inspirada en tenebrosos antecedentes históricos del otro lado del Atlántico, llevó a cabo un plan masivo de desaparición de opositores políticos que los organismos de derechos humanos estiman en unas 30.000 personas. No es tan conocido que en ese escenario dantesco, algunos cónsules extranjeros destinados en Argentina se esforzaron en la función de protección de sus nacionales desaparecidos. Uno de ellos fue el mallorquín José Luis Dicenta Ballester, cónsul de España en Buenos Aires durante esos años de pesadilla.

Las autoridades argentinas incumplían sistemáticamente la Convención de Viena sobre relaciones consulares que les imponía la obligación de informar "sin retraso alguno" de cualquier detención de un nacional extranjero al cónsul de su país que, según ese mismo tratado tenía derecho a visitar a los detenidos, "y a organizar su defensa ante los tribunales". Los cónsules, por su parte, tienen la obligación de "no inmiscuirse en los asuntos internos", y respetar escrupulosamente la legalidad del país ante el que están acreditados. Pero, ¿cuál era la legalidad en un Estado donde las personas desaparecían sin dejar rastro? y las que aparecían, lo hacían muertas con evidentes signos de tortura. ¿Un régimen que organizaba vuelos clandestinos para arrojar a los detenidos vivos al mar y en el que los tribunales de justicia estaban supeditados al poder de la dictadura militar?

Hay un episodio que permite aquilatar en su justa medida la heroica labor de José Luis Dicenta. En pleno auge de la represión, el cónsul se enteró de la detención de María Consuelo Castaño, una ciudadana española que había sido secuestrada en su casa de Buenos Aires, en presencia de sus hijos. Después de varios meses arrestada ilegalmente y sometida a torturas, consiguió hacer llegar a su madre un papel con el nombre del centro de detención en el que se encontraba. Dicenta emprendió entonces unas tensísimas negociaciones con las autoridades que negaban la detención. A pesar de las amenazas de muerte contra él y su familia, el cónsul Dicenta persistió en su empeño hasta conseguir que María Consuelo Castaño fuera finalmente liberada y expulsada del país con destino a España.

Es conocido que durante el Holocausto, un puñado de diplomáticos de distintos países hicieron uso de sus atribuciones para salvar a miles de judíos de la deportación y la muerte. Raoul Wallenberg, Angel Sanz-Briz, Arístides de Sousa Mendes, o Angelo Rotta son algunos de los más conocidos. Con motivo de la inauguración, en noviembre de 2014, de la exposición "Más allá del deber" consagrada a la memoria de un puñado de diplomáticos españoles (Julio Palencia, José Rojas o Bernardo Rolland entre otros) que lucharon por salvar a aquellos desventurados, el presidente honorario de la Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto, Yehuda Bauer, advirtió que "no es posible entender el Holocausto, sin explicar también los puntos de luz", que en la hora más oscura de la Humanidad, pusieron en riesgo sus vidas en un ejemplo de abnegación y altruismo que perdurará para siempre. También Dicenta y otros diplomáticos asumiendo altísimos riesgos personales en defensa de la Justicia y de la dignidad humana, impidieron que la luz no se extinguiese totalmente en las tinieblas de aquel terrible infierno austral. Coincidiendo con que hace justamente un año, el Senado argentino expresó su reconocimiento a la labor humanitaria de José Luís Dicenta y del entonces cónsul de España en Rosario, el ya fallecido Vicente Ramírez-Montesinos durante aquel periodo terrible, la Asociación de Derechos Humanos Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora, el pasado día 27 celebró un acto de homenaje a ambos en Buenos Aires que contó con la presencia de José Luis Dicenta.