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Joaquín Rábago

La industrialización de la agricultura

Informaban los medios el otro día del rechazo por el productor estadounidense de semillas transgénicas Monsanto de la oferta de compra lanzada por el grupo químico-farmacéutico alemán Bayer.

Se trata de dos gigantes del sector y la noticia del fracaso de Bayer ha sido bien acogida por quienes, a uno y otro lado del Atlántico, se oponen a la industrialización creciente de la agricultura en beneficio de las multinacionales y sus accionistas.

Monsanto vende semillas de maíz, soja o algodón transgénicos en combinación con el glifosato, un herbicida de amplio espectro sobre cuyos posibles efectos cancerígenos la comunidad científica no acaba de ponerse de acuerdo.

Y aquí entra en juego la diferencia de enfoque de la Unión Europea, que insiste en el principio de precaución para autorizar una tecnología o un alimento, y el estadounidense, que autoriza todo aquello cuya toxicidad no esté demostrada científicamente y no por simple sospecha.

Un principio, el europeo, que los norteamericanos combaten, según hemos sabido, en las negociaciones del polémico TTIP y que es uno de los principales motivos de oposición a ese acuerdo transatlántico de comercio e inversiones por parte de los ecologistas.

Según la prensa alemana, si Bayer, productora también de productos agroquímicos para la protección de cultivos, se interesa por Monsanto es porque confía en el progreso de la industrialización de la agricultura, que es una realidad ya en países como Argentina, Brasil y algunos africanos.

El atractivo de Monsanto para el grupo germano se basa en sus actividades tanto en la investigación de la tecnología genética de nueva generación cuanto en materia de "grandes datos" relacionados con la agricultura, que permitirá acelerar su industrialización.

Monsanto ha invertido millones en ambos campos así como en la obtención de los correspondientes permisos, y los progresos tecnológicos conseguidos han encarecido notablemente las semillas que compran los agricultores para sus cultivos transgénicos.

El peligro que señalan los críticos de ese tipo de agricultura es que amenaza con causar la ruina de millones de pequeños agricultores del mundo en desarrollo, que terminarán emigrando a las grandes ciudades.

En muchos de esos países se temen esas futuras oleadas migratorias, que no harán más que aumentar el desempleo urbano hasta límites explosivos, razón por la cual cada vez más gobiernos tratan de apoyar como pueden a los pequeños agricultores.

Pero hay otros motivos, dicen los críticos, para oponerse a la industrialización del campo: la agricultura agroquímica tiene también sus límites, entre otras cosas porque las tierras pierden poco a poco el humus, es decir los imprescindibles nutrientes orgánicos.

Antes del rechazo por Monsanto de la oferta de Bayer, el presidente de la National Farmers Union de EEUU, Roger Johnson, expresó al diario alemán FAZ su temor de que la eventual fusión de los dos gigantes de la agroquímica elevase el precio que pagan los agricultores de aquel país tanto por las semillas como por los herbicidas.

Pero también el partido de los Verdes y la Asociación de Agricultores de Alemania han advertido de las consecuencias negativas derivadas de la creciente monopolización de ese mercado, razón por la que pidieron a la UE que bloquease la fusión proyectada. El intento frustrado de Bayer de controlar Monsanto sigue al que llevó a cabo el año pasado este último grupo, que tampoco logró hacerse con su rival suizo Syngenta. Éste aceptó por el contrario la oferta de compra que le hizo la empresa nacional china Chemchina. Con una población de 1.400 millones, el país asiático necesita impulsar fuertemente su producción agrícola para dar de comer a tantas bocas y está especialmente interesada en potenciar la agricultura industrial así como en la compra de tierras en otros continentes, sobre todo el africano.

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