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Joaquín Rábago

Los defensores del TTIP

Lleva tiempo un periódico de Madrid con pretensiones globales defendiendo a través de algunos de sus colaboradores el tratado de libre comercio y protección de inversiones entre la Unión Europea y Estados Unidos. Critican ésos a quienes osan desde una supuesta ignorancia advertir a la gente de las eventuales consecuencias para los ciudadanos y consumidores de lo que los negociadores están cocinando en secreto.

Son asuntos demasiado complejos, nos explican, para dejarlos en manos de los legos: es el argumento típico de los tecnócratas, a quienes da siempre miedo siempre la democracia. Un profesor de economía de una de escuela de negocios tachaba el otro día a quienes se oponen al Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP) de "reaccionarios" mientras metía en el mismo saco al candidato republicano la Casa Blanca Donald Trump y a un partido como Podemos, unos y otros , según él, "enemigos de la libertad". En la misma edición del periódico, una catedrática de análisis económico explicaba a los lectores que lo que plantean los negociadores de Washington y Bruselas es, por ejemplo, que los controles de los productos farmacéuticos sean los mismos a ambos lados del Atlántico. Omitía con tal simplificación la diferencia entre el principio de precaución de los europeos, que obliga a tomar medidas por la sospecha fundada de que un producto o una tecnología crean un riesgo para la salud o el medio ambiente, y lo que ocurre en EE UU, donde sólo puede prohibirse un producto si está científicamente demostrada su toxicidad.

Es una distinción fundamental, por ejemplo, en el terreno de los transgénicos, cuya introducción en Europa reclaman vivamente las multinacionales estadounidenses, ansiosas de hacer aquí suculentos negocios. Y el temor es que esa homologación se haga, como pronostican muchos, a la baja. El modelo de agricultura estadounidense, basado en las grandes propiedades y una explotación intensiva, es además opuesto al europeo de pequeñas y medianas empresas, muchas de las cuales no sobrevivirían a la competencia del otro lado del Atlántico.

Como alerta Greenpeace España, "quienes negocian no piensan en el bien público. Los grandes lobbies empresariales de sectores como el energético, el farmacéutico, el inversor, están presionando para que se eliminen las barreras arancelarias y conseguir una especie de constitución transatlántica que marque las normas de juego". Para la catedrática de análisis económico, sin embargo, "quienes se oponen al TTIP quieren volver al pasado". Según ella, sería mejor "aprovechar las ventajas que ofrece".

Aunque reconoce que España debería estar especialmente atenta a las consecuencias del mismo sobre su nivel de competitividad internacional" ya que nuestro país "ha dado pruebas de que la falta de flexibilidad le hace encajar con dificultad los cambios estructurales". ¿Es esto algo que preocupe a nuestro gobierno en funciones? Los defensores del TTIP recurren al argumento de siempre: la creación de cientos de miles de puestos de trabajo gracias a la facilitación del comercio.

No dicen, sin embargo, dónde se crearán esos empleos, en qué condiciones. NI sobre todo cuántos se perderán a cambio. Y ¿no es demagógico hacer como todos esos comentaristas, que descalifican la oposición popular al TTIP sólo porque puedan coincidir en ella, aunque sea desde posiciones de partida muy distintas, Donald Trump, Marine Le Pen o los activistas de Attac y de Greenpeace?

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