Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

José Carlos Llop

Nuestro inglés en el Amazonas

Aestas alturas, los que estaban antes que nosotros y contribuyeron a amueblar nuestro imaginario, van desapareciendo a marchas forzadas. Hace años que desaparecen. Tantos que a veces pienso si a partir de los sesenta, no se ingresa en lo que llamamos el mundo de ayer, sí, ese mundo que al mundo de hoy importa poco. Hablo de gente como Fernando Fernán-Gómez, por ejemplo, que tan simpático me cayó siempre y cuyo "¡A la mierda!" de los últimos años se hace más y más comprensible casi una bandera cada día que pasa. Después, que cada uno añada la lista de sus favoritos: artistas, científicos o místicos. Comprobará que todos están muertos, o casi. Los que no Cohen, Neil Young, Dylan y otros sólo son y ya es mucho nuestro bastión y nuestra fortaleza frente a lo que habita detrás del limes.

Pero hay algunos más a los que nunca creímos sobrevivir, por mayores que fueran. Muy pocos, pero los hay. El escritor alemán Ernst Jünger 103 era uno de esos magos sobre cuya mortalidad acababas dudando. Y otro que parecía que no había de morir nunca, era el viajero inglés, y griego de adopción, Patrick Leigh-Fermor. Murió a los 96, pero daba la impresión de ser inmortal, ahí en su casa del Peloponeso, uno de los primeros mapas de los dioses.

El explorador Miguel de la Quadra-Salcedo, tuviera los años que tuviera, tampoco estaba destinado a la muerte. De hecho parecía que nos iba a sobrevivir a todos: a los de su generación y a los de generaciones posteriores. Incluso que permanecería para siempre en la tierra como símbolo de lo que una vez fue la vida y dejó de serlo. Parecía, Miguel de la Quadra-Salcedo, que iba a envejecer infinitamente, cada vez más arrugado, como uno de los grandes quelonios de las Islas Galápagos. Por eso la sorpresa ante su fallecimiento, a los 84 años una birria para alguien como él, ha sido enorme. Como si estuviéramos ante un aberrante acto contra-natura y no por el afecto o desafecto que le tuviéramos, sino porque llevaba escrita la perdurabilidad en su rostro, en su físico, en su habla y en su vida. Era un explorador de otro tiempo entre Orellana, Tintín y Mogambo, por ejemplo y era nuestro caballero inglés. No hubiera desentonado en ninguno de esos clubs londinenses cercanos a The Mall y Saint-James Park. Coincidí con él en los cursos de verano del Escorial y su aspecto, desde la bonhomía y sin aspaviento alguno, era tan imponente como en las fotos.

Desde los tiempos de Pizarro y Aguirre sólo tres de los nuestros nos han traído el Amazonas hasta aquí. Uno fue el poeta Leopoldo María Panero en uno de los cuentos titulado Mi madre de su libro El lugar del hijo. Otro fue Carlos Saura en su frustrada El Dorado. El tercero fue Miguel de la Quadra-Salcedo. Si fuéramos ingleses o franceses o alemanes, tendríamos hasta una biblioteca amazónica, pero esa es otra. Y mientras pienso en nuestros tres amazónicos del siglo XX, leo que De la Quadra-Salcedo estuvo en las guerras del Congo, Vietnam, Biafra, Yom Kippur y en las guerrillas centroamericanas. Leo que Homero y La odisea fueron su talismán y Telémaco su alter ego. Leo que arponeó a un narval en el Ártico, que fue lanzador de jabalina récord mundial en 1956: 112 metros y discóbolo olímpico. Leo que navegó con los balleneros vascos. Leo que en una noche de lluvia abrió la tumba de su padre y cogió el fragmento de una falange y lo portó toda su vida colgado del cuello. Todo esto que no sabía, unas cosas, y no recordaba, otras lo leo en la necrológica que escribió en La Vanguardia uno de sus admiradores y compañeros ocasionales en La Ruta Quetzal, el periodista Víctor M. Amela. Nunca lo vimos en esta época del yoyó pavonearse de nada.

Al morir la semana pasada, digamos que nos engañó a todos. O nos engañaron los dioses precolombinos a los que se había encomendado. Que descanse en paz, pues, bajo la luz de la Cruz del Sur. Porque imaginarlo quieto y en silencio, abandonándolo todo en manos de otros, los que queden, se hace difícil o raro de aceptar. Como la deserción de un valiente.

Compartir el artículo

stats