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Matías Vallés

El centro se radicaliza

Austria ha elegido para la jefatura del Estado a la opción que contrapesaba al candidato ultraderechista por el otro extremo, un presidente ecologista. Se plasmaba así una variante de la envenenada disyuntiva que plantea Michel Houellebecq en Sumisión. En una segunda vuelta con solo dos candidatos, ¿votaría usted a un islamista moderado o a Marine Le Pen? La duda consiste en averiguar dónde queda el centrismo, en estas ecuaciones desestabilizadas hacia los extremos. En España, sin ir más lejos, los dos partidos más extremados ocupan la primera y segunda posición en los sondeos preelectorales. Se predica que el votante abraza la moderación, cuando no el conservadurismo. Alguien tendrá que explicar por tanto que PP y Podemos cautiven a electores antes equilibrados con más fuerza que PSOE y Ciudadanos, pese a que los socialistas y los discípulos de Rivera se sitúan en el entorno del fiel de la balanza.

Ningún país se escabulle de la radicalización, véanse los ejemplos de Donald Trump y Bernie Sanders en Estados Unidos. En el interior de cada partido, se ha desatado un enfrentamiento entre los sectores templados y radicales. Tradicionalmente, lo más dialogantes se imponían en esta pugna. Sin embargo, empiezan a abundar los contraejemplos. El votante está indignado sin necesidad de leer a Hessel, así que se siente mejor representado por el grito que por el susurro. Si no encuentra un tenor en su abrevadero habitual, emigrará sin nostalgia a otros caladeros. De ahí que la divinización del centrismo como suprema aspiración de votantes y partidos haya dejado paso al corrimiento del espectro hacia los extremos.

El centro no tiene quien le quiera. Sin embargo, ni uno de cada tres españoles se ha hecho comunista, ni la mitad de austriacos suspiran por el regreso del nazismo. Por principio, un señor que vota no es un ultra, dado el ingrediente de candor que exige la introducción de la papeleta en la urna. También es precipitado remitirse a la extinción de la mesura, a cargo de las mismas personas a quienes antaño se perseguía por su alergia a los pronunciamientos escandalosos. Un ligero autoexamen permite concretar que el descontento acentuado no es una peculiaridad de colectivos exóticos. El prodigio consiste en que los presuntos extremistas hayan persuadido a sus seguidores de que canalicen la insatisfacción a través de las urnas. Ha cambiado la fe, los ritos permanecen inmutables.

Los portavoces de la ponderación no siempre enfocan el corrimiento espectral con el equilibrio que reclaman. Esta misma semana, un extenso informe del New York Times se titulaba "¿Cuánto está girando Europa a la derecha?" Se trata de un ejemplo de detección de la paja en el ojo ajeno, a cargo de un periódico que intenta disculpar los excesos del candidato Republicano a la Casa Blanca. Un rotativo europeo podría elaborar un reportaje bajo el encabezamiento "¿Puede Estados Unidos virar más a la derecha que Trump?". Al igual que ocurre en Bolsa, la clave en las inversiones políticas consiste en averiguar por qué los electores han disparado su nivel de riesgo.

La inercia de los partidos, contra el cambio asumido por sus votantes, se refleja con especial crudeza en la negativa de Pedro Sánchez a establecer un pacto con Podemos. El dirigente socialista no solo renunció a la presidencia del Gobierno, sino que se sometió a una alianza estéril con Ciudadanos, como cilicio opresor que le impidiera sucumbir a la tentación de llegar a La Moncloa. Incurrió en una desobediencia flagrante a la voluntad expresada por sus electores. No existe un solo indicador que transmita la confianza de que la estrategia abandonista mejore las expectativas socialistas en junio. El candidato de la izquierda moderada se inmoló voluntariamente, para atender un mandato de moderación que ha perdido vigencia.

Retirar la apuesta propia a sabiendas de que es la ganadora aporta un caso extremo, valga la redundancia, del pánico que ha cundido en los partidos ante el fin del centrismo. Tal vez el PP conserva unos resultados muy por encima de sus méritos y corrupciones gracias a que está dispuesto a satisfacer la pulsión extremista de sus apoyos. En la otra orilla, la consolidación de IU y Podemos no le ha hecho ascos a la vitola comunista, esgrimida por sus rivales como un monstruo que espanta poco. Contemplar a Pedro Sánchez utilizando el término "izquierda" a modo de insulto, demuestra la degradación del PSOE. La tendencia de atraer a los electores al centro ha sido sustituida por la voluntad de capturar el centro desde los extremos. Y sobre todo, los votantes han dejado de ser propiedad privada de los partidos.

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