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Norberto Alcover

Signos de los tiempos

No tenemos los periodistas grandes defensores en el universo eclesiástico, a no ser que se trate de profesionales predispuestos a tratar de forma generosa noticias, personas y situaciones eclesiales.

Es cierto que bastantes periodistas mantienen actitudes descaradamente agresivas ante cualquier realidad eclesial, y no siempre hacen gala de la objetividad requerida. Todo es cierto, para desgracia de todos, pero les aseguro que en el caso de periodistas que además y sobre todo somos sacerdotes, la situación es frecuentemente límite: si pretendes atenerte a la realidad en cuanto tal sin dejarte llevar ni por carta de más ni por carta de menos, entras en una vorágine de pasiones lectoras de toda guisa, y te hace merecedor de críticas tan contradictorias como dolorosas. Esta es la verdad, por mucho que nos duela aceptarla en detrimento de esta tarea fascinante donde las haya.

¿Por qué esta especie de autojustificación tan extensa como intensa de la función periodística de un sacerdote? Sencillo, y lo comprenderán con un ejemplo reciente. El cardenal Gerhard Ludwig Müller, Prefecto para la congregación de la Doctrina de la Fe, entre otras responsabilidades eclesiales de gran relevancia, llegó a nuestra ciudad para presentar su libro Informe sobre la esperanza y dictar una conferencia titulada "¿Qué podemos esperar del sacerdocio?". Como comprenderán los lectores/as, era la ocasión para plantear desde los principios doctrinales más sagrados, está claro, lo que verdaderamente nos angustia en estos tiempos de claroscuro secularizante y un tanto deshumanizado. Es lo que intenté preguntarle en el coloquio posterior a la presentación de su libro en nuestra imponente catedral: "¿Cómo trasladar todo lo que usted nos ha dicho y que en definitiva ha sido un resumen del credo, a la pastoral propia de una sociedad tan secularizada como la mallorquina?". Pues bien, la respuesta del inteligente purpurado fue de una elementalidad del todo desconcertante: volver a los orígenes y dar testimonio de la fe. Pero el interrogante permanecía en pie y no obtuvo una respuesta adecuada. Tanto en este caso como en la posterior conferencia en el salón de actos de San Francisco, abundaron las propuestas doctrinales, pienso que conocidas de todos los sacerdotes presentes, en detrimento de las traslaciones pastorales y correspondientes a los signos de los tiempos, entre los que también camina, misteriosamente, el caminante de Emaús. Más todavía, a una pregunta posterior sobre qué opinaba de la coexistencia de pareceres más conservadores y más progresistas en la Iglesia, se limitó a insistir en la relevancia de la única verdad que propone la Iglesia católica. Con autoridad, con determinación, con rotundidad. No hubo preguntas, como es lógico.

Y uno se dice con temor y temblor: ¿será mejor comentar la inmensa perplejidad que me invadió en ambas ocasiones, o mejor insistir en la contundente actitud del cardenal en materia doctrinal, aunque se evite mantener la postura crítica que en otras ocasiones practico en este mismo diario? Me dirán que con lo escrito ya está dicho todo, pero no es así. Porque esa dolencia jesuítica del respeto a la jerarquía me juega la malísima pasada de tratar al cardenal mucho mejor que a cualquier otro personaje de relevancia que se hubiera manifestado en Palma. Reconozco que me puede la pertenencia eclesial, y también que periodísticamente no he sido todo lo honrado que debiera. Ahí está el núcleo de la cuestión. Y por ello mismo, gente como yo merecemos varapalos de quienes solicitan igualdad de trato a unos, a otros y hasta a los cardenales de turno. Hay que aceptar tal crítica y hay que meditar seriamente sobre ella. Discreción narrativa, sí, pero silenciamiento de algunas cosas, no, que es lo que acabo de hacer. ¿Mejor así? Pues creo que no.

Sin embargo, casi acabando de leer la entrevista al cardenal Müller, Informe sobre la esperanza, les recomiendo su lectura con insistencia: es el mejor tratado contemporáneo de un espíritu dedicado a defender y a censurar que haya leído desde muchos años a esta parte, escrito con una portentosa claridad, sin dejar de atreverse con las cuestiones más delicadas y debatidas, es decir, haciendo gala de una actitud estática de la fe y en manera alguna otorgando lugar alguno de juego religioso a matices, a discrepancias, a eso que Francisco ha llamado "Iglesia en camino" en lugar de "Iglesia eminente". Escrito así dando por supuesto que la mejor pastoral exige una preparación doctrinal poderosa. Una doctrina que hunde sus raíces en la persona de Jesucristo y en su evangelio, es decir, en la misericordia del papa Francisco, convertida en "lugar teológico" en sus palabras y en sus obras. Más todavía, según la doctrina surge la pastoral correspondiente, pero solamente desde esa pastoral (los signos civiles y religiosos de los tiempos) se hace posible una lectura de tales signos en su forma de afectar al cómo vivir y proclamar la doctrina. Sin base doctrinal, la pastoral se licúa. Sin base pastoral, la doctrina se amojama. Creer es aceptar la mejor tradición desde los desafíos de la más hiriente realidad. No es fácil, pero produce el gozo sensible y razonable del mejor humanismo cristiano.

El periodista y sacerdote comprende del todo cuanto ha escrito en estas líneas. Está satisfecho, por supuesto, de haber conocido en directo a una personalidad como Müller. Sin embargo lo más gratificante de estos días, ha sido la minuciosa (junto al informe cardenati) lectura de la obra de Teodoro Suau, Ramón Llull, pasión por el Amado, que, a través de una lúcida exégesis nos ayuda a saltar hasta la complicidad de todos aquellos que buscan la verdad sin poder evitar la discrepancia. Su libro se presentó en el citado acto catedralicio, al mismo tiempo que el del eminente cardenal. Sobre ambos, Gaudí y su baldaquino. Los ángeles tocaban instrumentos varios para esperanza de todos.

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