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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Vientos de cambio

La palabra "cambio" es una de las más engañosas que usamos y quizá una de las más sobrevaloradas. Para nuestros abuelos los cambios no tenían por qué ser buenos ni malos por sí mismos, y en muchos casos eran recibidos con cautela o incluso con miedo. Y no porque la gente de hace un siglo fuera particularmente tonta o atrasada aunque mucha lo fuera, claro, sino porque la experiencia de la vida les había enseñado que muchas veces los cambios sólo servían para hacerles la vida más complicada de lo que ya era. Y en este sentido basta pensar en el siglo XX, que fue pródigo en cambios cambios que lo pusieron todo patas arriba, pero que fue también el siglo más cruel y más sangriento de todos los tiempos. Y aún hoy en día, para la gente que ha crecido en un mundo acostumbrado a las experiencias negativas (la pobreza, la inseguridad, el caos político), los cambios tampoco tienen por qué ser bienvenidos. Me pregunto cuánta gente que participó en Siria en las manifestaciones multitudinarias contra Bachar el Assad las revueltas que desembocaron en la guerra civil que ha expulsado a millones de sirios de su país volverían a hacerlo si estuviese en su mano regresar al pasado.

Nosotros, en cambio, tendemos a considerar que cualquier cambio es en sí mismo bueno. Y no sólo bueno, sino necesario. Y más aún, milagroso, porque le atribuimos una capacidad casi sobrenatural de mejorar la esencia de las cosas por el simple hecho de producirse. Pero esto es así porque hemos tenido la suerte de vivir en un mundo en el que los cambios, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, siempre han significado una mejora sustancial en las condiciones de vida. Y además, los años 60, con su irreflexiva y maravillosa alegría pop, mitificaron la palabra "cambio" como quizá ninguna otra en todo el vocabulario humano. Recuerdo aquella cubierta psicodélica de un disco de Eric Burdon, Winds of Change, grabado en 1967, cuando parecía que el mundo iba a abrirse a una nueva era de paz y de amor. La palabra estaba por todas partes. Todo estaba cambiando, todo iba a ser mejor, todos estábamos condenados a ser inevitablemente mejores por el simple hecho de cambiar.

¿Y ha sido realmente así? En algunas cosas sí, por supuesto, pero en otras no tanto. Si uno escucha la radio o ve la televisión, resulta evidente que los cambios no han sido favorables para la música o para la calidad de las series. Y tampoco han mejorado mucho las cosas en otros terrenos, aunque creamos que sí. En 1988, el poeta Joseph Brodksy dio el discurso de graduación a los estudiantes de la universidad de Michigan. Y nada más empezar, dijo unas palabras que ahora parecerían chocantes en cualquier profesor universitario incluso se exigiría su expulsión, porque resaltaban la importancia de los diez mandamientos y de saber qué cosa era un pecado mortal. "Lo único que sé decía Brodsky es que la vida es mucho mejor si uno se guía por reglas y tabús que le han sido impuestos por alguien totalmente impalpable, antes que dejarse guiar únicamente por el miedo al código penal". Brodksy no era un mojigato ni un puritano más bien todo lo contrario, pero sabía que un imperativo moral era mucho más importante para la conducta humana que la simple imposición legal. Y nosotros vivimos en el mundo donde sólo rige la imposición legal si es que rige, con resultados de todos conocidos.

Digo esto porque los estudios sociológicos muestran una mayor resistencia al cambio entre los jubilados y los mayores de 55 años. Para mucha gente, esta resistencia es un signo de atraso cultural. Estos votantes para los sociólogos son gente poco preparada y que se ha quedado descolgado del mundo de la innovación tecnológica. Doña Rogelia y su refajo, para entendernos. O la vieja del visillo. Sí, puede ser. Pero quizá estos jubilados no sean tan tontos como nos gustaría pensar que son. Quizá saben cosas que los jóvenes no saben o no se han planteado jamás. Y quizá desconfían de los cambios porque no ven claro lo que se esconde detrás de ellos. Estos jubilados han visto las victorias arrolladoras de los grandes líderes que se han ido sucediendo en el poder, pero también los han visto caer en desgracia y ser abucheados por quienes antes los aclamaban en las calles. Y estos jubilados saben, porque su experiencia de la vida es amplia y dilatada conocieron el hambre de la posguerra, conocieron la represión política del franquismo, que hay promesas irrealizables o que algunas palabras muy hermosas no son más que pura charlatanería. Y también saben, porque han vivido mucho, que todos los hombres solemos ser muy parecidos (débiles, mentirosos, desleales, corruptibles si las circunstancias nos lo permiten), así que no hay que hacerse muchas ilusiones ni dejarse arrastrar por las bellas palabras.

Ya sé que esta postura nos condena al inmovilismo. Pero convendría tener en cuenta todas estas cosas cuando se critica con tanta virulencia a los jubilados.

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