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Columnata abierta

La matanza de Isern

Tenía en la cabeza la frase para comenzar esta columna, pero en el momento en que iba a comenzar a teclear he recibido uno de esos avisos en el móvil que te recuerdan los cumpleaños de los amigos. Hoy hace 47 años que nació Kike, un colega de toda la vida de mi cuadrilla de juventud. Por un momento casi le felicito, por estas cosas de la inmediatez de las redes sociales. Pero entonces he caído en que no lo iba a leer. Al revisar su muro, he visto que en su última entrada de mayo de 2014 recomendaba la revista Jot Down. Al día siguiente ingresaba de urgencia en un hospital, y dos días más tarde se nos iba de mala manera, a empujones con la muerte, con unos estertores crueles por un empeoramiento súbito de su cáncer de pulmón. Henry, "el Duque", fue el primero de los nuestros que enterramos por causa de enfermedad, y seguro que entonces, por un segundo, todos nos preguntamos quién sería el siguiente de la lista. Cuando estás acompañado, esos pensamientos cenizos siempre se ahogan en risas, pero en la soledad nunca desaparecen del todo. A unos les da por la hipocondría, y a otros por aprovechar mejor el rato, corto o largo, que nos quede por aquí.

Como las casualidades no existen, me ha parecido reveladora la interrupción nostálgica de mi teléfono cuando pensaba arrancar el artículo a lo grande explicando que "Mateo Isern no es Kennedy". Quería decir que, excepción hecha de sus líos de faldas, al guapo americano se le recuerda como el político perfecto, cuando no lo era. Ya aviso que hoy pienso soltar las riendas de la humildad para continuar a lo grande. No hay nadie que conozca mejor que yo los defectos de Isern como político. Nadie, insisto. Primero los intuí, luego los confirmé, y finalmente, de alguna manera, los sufrí, de cerca y sin intermediarios. Lo digo porque, en este país cainita, demasiada gente se ve en la necesidad de elevar a los altares a los políticos, o de arrastrarlos por las alcantarillas. Como el fango resiste más el paso del tiempo que la púrpura del poder, generalmente optamos por lo segundo. A mi esto me parece lamentable, y provoca un efecto demoledor a la hora de encontrar personas con un cierto prestigio profesional dispuestas a dedicar unos años de su vida a la política. Esta se ha convertido en una actividad cuyo acceso, salvo honrosas excepciones, va quedando restringida a dos grandes grupos de personas: muertos de hambre o insensatos dispuestos a arriesgar su reputación por una gloria efímera y poco probable. No nos damos cuenta, pero esto es algo dramático que no sucede en los países desarrollados de nuestro entorno, o al menos no con la gravedad que padecemos aquí.

Entre los defectos de Isern no se encuentra la mentira ni el clientelismo como estrategia para medrar entre la manada de lobos que constituye hoy cualquier partido. Ni tampoco la falta de honestidad en la gestión pública, ni el insulto o las bajezas en el trato con el adversario político. Sólo estos tres rasgos lo sitúan ya fuera de cualquier comparación con una mayoría de profesionales del embuste, el trinque o la vileza que abunda en nuestras instituciones. El funcionamiento de la política y los partidos cada día se parece más a una secta: es relativamente sencillo entrar, pero muy difícil salir sin los pies reputacionales por delante. Como en una compañía telefónica, nadie te interroga demasiado por los motivos para contratar sus servicios, pero si quieres dar de baja la línea comienza un calvario de explicaciones a la operadora. Ver la muerte de cerca, la enfermedad grave de un ser querido, o una situación familiar sobrevenida serían minucias incapaces de justificar por sí solas el abandono del paraíso en forma de hemiciclo. Al menos si no se relatan con detalle para que todos podamos juzgar la vida de los otros, y dar el visto bueno a decisiones que afectan a lo más íntimo de un ser humano. Y luego reclamamos que los políticos sean personas normales.

En las sedes del Partido Popular hace tiempo que crece un hedor húmedo y espeso que lo invade todo. Antes se hacían las matanzas una vez al año, se escogía el marrano y se daba cuenta de él para aprovechar hasta la última entraña. Pero ahora ese olor a sangre fresca se mantiene a todas horas porque cualquier ocasión es buena para la escabechina personal. El PP anuncia que no habrá cambios en las listas electorales, un candidato renuncia a seguir por razones estrictamente personales, y en Génova aprovechan la ocasión para filtrar un supuesto desalojo por motivos políticos. Son los mismos que mantienen blindada a Rita Barberá en la diputación permanente del Senado. Si la hipótesis de la decapitación de Isern por una futura responsabilidad política fuera verosímil, el PP se vería obligado a revisar el noventa por ciento de sus candidaturas, comenzando por alguno de sus actuales vicesecretarios, y continuando por ministros en funciones. Lo relevante aquí no es que alguien pueda creer un bulo como éste, sino el interés caníbal de una organización política por devorar a un ya exdiputado que, con todos sus defectos, multiplicaba por diez el paupérrimo nivel medio de sus candidatos electorales. Nunca pretendo pasar por un opinador objetivo, pero hoy menos. Descanse en paz el político, bienvenido a la vida el amigo. Peor para todos, mejor para mi.

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