La apetencia de inversores extranjeros por adquirir bienes inmuebles en Mallorca, y una cierta moda en este sentido, está disparando los precios de las casas en venta en lugares estratégicos y característicos de la isla. El Molinar de Palma es un buen ejemplo de este fenómeno, pero no el único, porque, aunque de forma diferente, el trasvase de propiedad de viviendas bien situadas, possessions y edificios con valor patrimonial, reconocido o no, es patente también en algunos puntos del Llevant, la Tramuntana o el Pla de Mallorca. Este nuevo boom de signo inmobiliario tiene inconvenientes y ventajas. Da nueva vida a edificios corroídos por el tiempo, el desuso o ambas cosas a la vez, pero también eleva los precios hasta unas cotas inalcanzables para el ciudadano medio y deja a la intemperie unas rehabilitaciones que, caso de no ceñirse al entorno, a la tipología del lugar, a la tradición, al paisaje y al clima, pueden acabar siendo irreversibles y nefastas.

Por eso resulta imprescindible que haya una normativa clara que vele y tutele la construcción tradicional de Mallorca con las peculiaridades de cada lugar, sea urbano o rural, que los profesionales la apliquen y que las autoridades insulares y municipales vigilen su estricto cumplimiento. La defensa de los bienes arquitectónicos, del patrimonio menor como se le llama en algunos casos, pero no por ello menos importante, no puede correr sólo a cargo de entidades concienciadas como Arca o el Gob, necesita la implicación comprometida de autoridades y particulares.

Naturalmente, cuando uno ha adquirido una casa quiere adaptarla a sus gustos, preferencias y necesidades, pero no puede hacerlo de cualquier forma. Debe acometer la rehabilitación en función del lugar y el espacio en que se ubica el edificio. La transformación de una vivienda en el casco histórico de Palma, pongamos por caso, no puede realizarse con criterios y gustos nórdicos. Está en el Mediterráneo, con unos valores arquitectónicos muy consolidados y una tipología que da vida y personalidad al barrio. Nada de esto puede trastocarse ni perderse. La uniformidad urbana sería mortal o cuando menos fría y despersonalizada. Una forma clara de perder calidad de vida.

La verdad es que se han hecho auténticas maravillas, tanto en Palma como en los pueblos, en cuanto a la adaptación de viviendas antiguas a las comodidades y usos modernos. Hay interiores y fachadas que conservan todo el sabor y carácter heredado haciéndolo compatible con el ingenio de la última tecnología y el confort doméstico. Pero también es cierto que se han realizado verdaderos desastres con metales que sustituyen la teja árabe o formas rebuscadas donde había la sencillez y la elegancia de la casa de toda la vida. Ahora, la reforma desentona en todo el barrio, igual que un pez fuera del agua.

El peligro de malherir la estética y el patrimonio urbano no es solo una cuestión de propiedad privada. Afecta por igual a los espacios públicos. Las plazas y las calles también necesitan salvaguardar sus usos amables y cotidianos para el ciudadano. Estos días se vive en Mallorca un nuevo fenómeno singular, el de los cicloturistas que, por su masificación, han invadido y acaparado determinados espacios. Son un importante revulsivo económico para muchos establecimientos vinculados a la restauración, pero las plazas de algunos pueblos, como ocurre, no pueden acotarse en exclusiva para ellos. Los niños no pueden perder su porción de juego ni los ancianos el tramo de paseo. La protección del patrimonio también pasa por cuidar estas cosas.