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¡Bendito turismo! ¡maldito turismo!

Una contradicción más, la del título, entre las muchas con que estamos obligados a convivir y en consecuencia conviene, por sentido práctico, sacarles el mejor partido porque, a la postre, son las que nos hacen apartar la vista del propio ombligo.

Decía Pascal que toda la desgracia de los hombres deriva de una sola cosa que es no saber quedarse quietos en una habitación, pero si una mayoría hubiese asumido esa opción (para viajar basta con existir, escribió en su día otro famoso), muchos de por aquí tendrían que seguir a día de hoy, como antaño, buscándose la vida por esos mundos. Con tal perspectiva, bendito un turismo que por lo demás nos engloba a casi todos, de modo que cuidadín con denostar sin matices de quienes vienen y a resultas de ello gastan para su placer y nuestro provecho. Naturalmente que, si se pudiera elegir, mejor sería recibir una nutrida selección de entre la plétora que, en plena temporada y en vez de visitarnos, toma la plaza por asalto. Ojalá Mallorca pudiera contribuir, viajes mediante, a hacer discretos a los hombres como, en el prólogo de su Persiles, asegura Cervantes que ocurre, pero con Punta Ballena y sitios parecidos de por medio se antoja tarea difícil. Sin embargo, el motor económico también rueda con combustibles de baja calidad y en tanto se debaten mejores alternativas para el futuro.

Así pues, con un canto en los dientes hasta que uno se rompa. En tal caso, ¡maldito turismo!, y el anatema viene a propósito de las predicciones para el año en curso, porque más de trece millones, el mayor porcentaje de incremento en todo el país, supone una sobresaturación de difícil manejo y especialmente durante el verano, en que la población isleña podría triplicarse con las implicaciones consiguientes en lo que hace a unos recursos e infraestructuras que tal vez sean insuficientes para tamaña demanda, amén del perjuicio que la masiva afluencia pueda suponer para los residentes de lugares transformados en polos de atracción: pueblos costeros, centro histórico de la capital?

Aún sin considerar el eventual desmadre, frecuente en determinadas zonas, he podido comprobar el efecto que una multitud, entre la que me contaba, tiene sobre lugares cuya tranquilidad y encanto se deshacían ante nuestra presencia. Y ello pese a que el número no era, ni de lejos, comparable al que se avecina por estos lares. Por supuesto que nada de lo anterior justifica la estigmatización que con absoluta mala pata alguno ha pretendido, escribiendo en las paredes eslóganes que dicen muy poco de su intelecto. En el estado actual de la cuestión, el perjuicio que supondría aquel consejo pitagórico que sugería huir de los caminos concurridos para encontrarse consigo mismo, traería aparejada la ruina de una sociedad aposentada desde hace décadas, directa o indirectamente, sobre el sol y playa. Habrá pues que legislar para la conciliación entre el bendito y el maldito turismo, aceptado el alto coste de los beneficios que genera (y convendría repartir mejor, toda vez que muchos de los perjudicados por la suculenta demanda no participan de los mismos) y que precisará, mientras prosiga al alza la aglomeración estacional, de medidas otras que el aumento de la oferta más variopinta.

Se hace necesario, y así se argumenta, poner definitivo coto al alquiler ilegal y restringir las visitas a lugares de limitada capacidad; aumentar la vigilancia tanto por motivos de seguridad como para preservar el derecho al descanso de unos habitantes cuya convivencia puede verse alterada a extremos inaceptables pero, además, la sostenibilidad ecológica está amenazada y los recursos naturales pueden ser insuficientes para proveer a esos millones sobrevenidos y que podrían, si no agotarlos, encarecerlos, lo que no habría de repercutirse sobre el bolsillo de ciudadanos que no tengan arte ni parte en el lucrativo negocio. De ahí la justificación última, en mi criterio, para ese impuesto de turismo sostenible más conocido como ecotasa.

La cuantía del mismo (entre 0,5 y dos euros/día), cuya entrada en vigor se prevé para el próximo julio, no es verosímil que ejerza el efecto disuasorio sobre la demanda turística que auguraban los hoteleros por motivos sobradamente conocidos y que, de ser cierto en temporada alta, podría suponer un motivo complementario para su defensa. Pero hay otras razones que lo justifican sobradamente, y esos setenta u ochenta millones que podrían recaudarse anualmente, empleados con tino y en línea con algunas de las intenciones explicitadas (regeneración medioambiental, rehabilitación del patrimonio histórico, fomento de la desestacionalización?), serían un lenitivo para los indeseables efectos que la avalancha que se avecina en los próximos tiempos significará para un territorio que difícilmente dará más de sí.

Se trata, en suma, de impedir que los excrementos de esa gallina de los huevos de oro, ¡bendito turismo!, terminen por hacerse tan visibles, tan malolientes, que la induzcan a buscar nuevos nidales para el desove, dejándonos a quienes vivimos aquí, ¡maldito turismo!, enguarrados y a dos velas.

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